Todas las historias verídicas encierran una enseñanza, aunque en algunos casos cueste encontrar el tesoro y, aun al hallarlo, resulte tan minúsculo que ese fruto seco y marchito apenas compense el esfuerzo de romper la cáscara, advierte la novelista y poetisa británica Anne Brontë, quien previno sobre la utilidad o no de su novela.
La existencia de una consideración sobre lo acontecido, el trabajo que implica y el sentido que tengan los hechos dependen de varios aspectos.
En primer y muy obvio lugar es la capacidad de análisis. No escasean las personas que apuran los hechos como agua con limón agrio en vez de paladearlos. Que algo le ocurra a alguien no significa, de ninguna forma, que aprenderá una lección, salvo que sea capaz de recapacitar sobre ello.
Las mujeres somos expertas por definición en esa labor, pues cada uno de los derechos obtenidos, como por ejemplo votar, lo hemos conseguido gracias a nuestra aptitud para razonar sobre la clase de vida que llevamos. Por eso tantas, como la escritora británica Virginia Woolf, han defendido la independencia intelectual de las mujeres.
Otro factor consiste en la naturaleza del hecho. Los hay tan devastadores que su acontecer aplasta hasta el grado de supervivencia, y la meditación se vuelve un lujo. Es lo que ocurre con los dolores desgarradores causados por la muerte de un ser querido o las tragedias naturales, que demandan el paso de los años para reconsiderarlos.
Asimismo, un impedimento para sopesar la experiencia es cierta actitud de sentirse víctimas del suceso y, en tal condición, reaccionar de forma impasible se vuelve una salida.
Supongamos que alguien pierde el trabajo y no siente responsabilidad por el despido, sino que da por sentado que toda la culpa la tienen sus colegas, con su ojeriza. Ese individuo será incapaz de evaluar y alcanzará solo a lamentarse.
También existen limitaciones cuando la alharaca ensordece, al punto de evitar la calma que el raciocinio demanda. Es la actitud típica de ciertos gobernantes cuando fracasan en el cumplimiento de sus promesas: en vez de tomar nota y hacer enmienda, vociferan y señalan.
Deterioro de la educación
Poniendo en práctica un ejemplo de lo anterior, pensemos en la decadencia de la política partidaria y demos por un hecho que no debiera ser tomada a la ligera; tampoco es tan devastador ni tan terrible como para justificar nuestra parálisis ni somos sus víctimas, pues hemos contribuido al suceso; y, si no se trata tampoco de que somos los emisores de la bulla, tendríamos que hacer un alto para la contemplación.
Pero he dejado de último lo que considero el elemento fundamental que entorpece nuestra capacidad de abstracción: el deterioro de la educación formal.
Existe el riesgo de que en los centros educativos el personal encargado de cultivar el pensamiento crítico carezca de práctica en esta habilidad. Y puede deberse a desinterés, en ocasiones a fanatismo enraizado en sus propias creencias, o a limitaciones institucionales que dificultan la reflexión profunda.
Uno de los retos en la primaria, la secundaria y la universidad es que se continúa usando la memorización como la vía privilegiada para ganar un curso. Otro, su naturaleza administrativa.
Los docentes de primaria, además de su función central educativa, deben formar parte de hasta cinco comités, cumplir planes mensuales y anuales, tener proyectos, encuestas diagnósticas y planes remediales; dar apoyo curricular significativo y no significativo (traducido en atender hasta 18 estudiantes), hacerse cargo de estadísticas, tablas de los cotidianos, atención de procesos disciplinarios, de las alertas tempranas y visitas al hogar, atención de padres, lo relacionado con las pruebas estandarizadas, llevar los expedientes de cada estudiante en la plataforma, sacar fotocopias, hacer y costear las pizarras murales, participar en festivales, en juegos estudiantiles y olimpíadas. Al punto que una maestra me dijo: “¡Lo que menos se hace es dar clases!”.
En la secundaria, los docentes deben dedicar tiempo a planeación, reuniones de comités y rellenar plantillas por indicadores debido a las pruebas estandarizadas y diagnósticas, vigilar en los pasillos a estudiantes, digitar informes, participar en actividades cocurriculares, atender a padres, entre muchas responsabilidades más.
Educación superior
Las universidades no están exentas, pues se han constituido en castillos burocráticos, donde el quehacer docente gira en torno al trámite. La libertad de antes para hacer y deshacer está mejor controlada ahora, y eso está bien, porque se trata de fondos públicos; sin embargo, la tendencia es hacia una tiranía de pasos, formularios, firmas o pruebas que no siempre consiguen transparentar, pero sí entorpecen a tal grado que quien desea investigar termina agotando sus impulsos vitales en el camino.
Quizá por eso algunos la vean como el lugar para sumar puntos y ganar más. Corremos el riesgo de que la obtención de títulos académicos en universidades patito, las publicaciones en revistas creadas para sus publicaciones, la construcción de redes académicas cuyo objetivo principal son los viajes que se reciprocan, las pasantías, las menciones de honor de tesis al por mayor, la fundación de asociaciones académicas, los nombramientos en propiedad y la entrega de premios, que casi siempre incluyen dinero, sean fines en sí mismos.
Mecanismos que, en teoría, deberían estar al servicio de la excelencia, pero que, a veces, como señaló el historiador francés Antoine Prost, son dispositivos entre pares para la búsqueda del reconocimiento y sus dividendos.
O, como afirmó el sociólogo Pierre Bourdieu, son la trayectoria que siguen los intelectuales universitarios en la que el poder y el prestigio académicos son armas y objetos en un combate de todos contra todos.
En el correcorre de esta despiadada competencia en la corporación académica, el reposo para el estudio que debería caracterizar el quehacer intelectual se vuelve una ilusión, más si agregamos una rendición de cuentas institucional que deja poco espacio para la introspección al servicio del país.
La frase cartesiana “pienso, luego existo” debe ser vuelta al revés: es la experiencia de la vida lo que nos ofrece la base para la consideración. Nuestro deber es elaborar, renunciando a la pretensión de un objetivismo robótico y un ascetismo ético que dejan fuera otras dimensiones de la humanidad cuya finalidad es producir un tipo de conocimiento que integre la razón y la experiencia, como señaló Hegel.
No basta con pensar en soledad, también se necesita un pasaje hacia las cavilaciones colectivas, como lo demostró la teórica política alemana Hannah Arendt, quien dedicó gran parte de su trabajo intelectual a argumentar a favor de la importancia de la participación en la esfera pública, como una vía para fortalecer y ejercer la libertad humana, lo cual se logra, decía, en los puntos de encuentro y discusión colectivos.
No aprender de lo que nos pasa es como si dijéramos que vivimos en balde o que somos como los virus, de los cuales apenas si se puede decir que están vivos.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.