La mañana del sábado avanza despacio, como si aún tratara de zafarse del peso del viernes. El día tiene un azul que recuerda al del mar y lo cruzan de pronto ráfagas anunciadas la víspera por los meteorólogos.
La Sabana parece vestida para una fiesta o, seamos más específicos, para un turno grande, aunque los organizadores hayan querido maquillar la actividad con dos anglicismos: food fest.
Aseguran que la protagonista es la comida, pero se equivocan: es la gente, es el pueblo que ocupa las áreas verdes, los senderos, las canchas, come mango cele con sal o pone a volar un papalote.
Fue para la gente que el padre Chapuí donó esas cien manzanas de terreno; fue para el pueblo que en los setenta del siglo pasado se arrolló las mangas Guido Sáenz, quien hizo crecer un parque donde había únicamente pelazón.
Falta poco para el mediodía y andan en el aire olores que alborotan el apetito. Los vendedores informales –los de siempre– tientan al gentío. Un hombre atiza su parrilla mientras grita que tiene carne asada solo bueno, sabrosa, a cachete. Un payaso lanza el anzuelo –un perro hijo de la globoflexia– hacia una niña que se acerca con sus padres; la señora de las empanadas jura que saben a gloria.
En otro momento, quizá si el lago siguiera en su sitio, habría pescadores de guapotes y mojarras, lanchitas de aquí para allá. Lo malo es que el lago, que tuvo su fuente de chorros grandotes y chiquitos –como la canción de Cri Cri– es apenas un recuerdo. La historia se repite desde hace varios años, las lluvias lo resucitan durante unos meses, pero el verano se lo bebe. Donde semanas atrás se daban gusto los fotógrafos de aves acuáticas (incluso migratorias) queda nada más la pura tierra.
Es sabroso recorrer La Sabana sin prisa, observar cómo a diario, aunque sobre todo los sábados, domingos y feriados, la toman caminantes solitarios, caminantes con perros, trotadores, mejengueros, la familia con el niño que cumple años y mira, con los ojos brillantes de la infancia, la piñata colgada en la rama de un árbol, lista para los garrotazos y para soltar una lluvia de confites.
“La vida me ha dado la oportunidad y el goce de ver a La Sabana crecer, convertirse en adulta, tener vida propia y carácter”, escribió en sus memorias el gran Guido Sáenz, quien nos recuerda en el libro cómo nació el parque, cómo avanzó, cómo trataron de frenarlo, cómo lo desguazaron mil federaciones de cuanto deporte existe. Únicamente quedó fuera, creo, la de bolinchas.
Adentrémonos en una anécdota del libro que nos devuelve al lago: “En una ocasión, por lo menos una docena de indignados vecinos de La Sabana se apersonaron en mi oficina para ‘exigirme’ que parara la excavación del lago”.
Avanzaba la época seca y los tractores levantaban nubes de polvo que ensuciaban la ropa tendida, tenían a chiquillos con tos, a viejitas con alergia. Don Guido entendió los argumentos, pero no echó para atrás. Se sacó una promesa de la manga y empeñó su palabra: si en dos semanas no estaban listos los trabajos, estos se frenarían hasta el invierno, aunque eso significaba un atraso monumental para el proyecto.
El lago era casi (y sin el casi) una obsesión del ministro de Cultura. “Yo soñaba con el lago. Nada serena más el espíritu que el agua”, escribió.
Dos semanas después, la excavación había concluido y estaba sembrada la semilla del lago. Varias generaciones lo vieron embellecer el parque, hacerles frente a muchos meses de sequía; pero nada lo había preparado para la desidia.
El cuerpo de agua hoy está muerto, muda la fuente circular. El lago, que fue primero un sueño y después una hermosa realidad en el viejo llano de La Sabana, no ofrece más su frescura a los pájaros, su calma a las miradas pensativas de quienes buscan su pedacito de serenidad entre torres de apartamentos y ríos de carros. La Sabana está incompleta. Al pueblo, dueño indiscutible de esas cien manzanas, le falta el espejo en el que durante décadas tuvo la ocasión de mirarse.
