Es difícil señalar la causa única del alto endeudamiento de las familias costarricenses. La situación es resultado de un proceso que comenzó a cocinarse desde muchos años atrás, aderezado por movimientos económicos locales e internacionales, donde incluso tienen participación capítulos positivos en la evolución del sistema financiero. Por eso, aliviar la indigestión requiere una solución igual de compleja.
Lo primero que cabe recordar es que tenemos más de una década de convivir con tasas de interés relativamente bajas, que permitieron fondeo barato a las entidades financieras, y parte de este se tradujo en crédito para las familias (muchas veces en monedas extranjera). En el 2007, cuando soplaban vientos de crisis económica mundial, la Reserva Federal de Estados Unidos impulsó un descenso acelerado en su tasa de referencia y para finales del 2008 estaba cerca del 0%, donde permaneció por cerca de siete años.
En Costa Rica, la historia tiene rasgos parecidos. Cuando uno se sumerge en los registros del Banco Central, se encuentra que, en el 2008, la tasa de política monetaria era del 10%, y que desde entonces, en medio de oscilaciones, cayó hasta 1,75% (enero 2016). Luego de eso subió de nuevo, mas nunca volvió a alcanzar los niveles de la década pasada (hoy es de 3,75%).
Pese a que la reducción de tasas ocurrió tanto en colones como en dólares, las primeras se mantuvieron comparativamente más altas. Por eso –y por la estabilidad en el precio del dólar– mucha de la expansión del crédito en Costa Rica ocurrió en moneda extranjera. En el 2016, el Banco Central alertó que la proporción de los préstamos en dólares era mayor que la de colones.
Hay razones para pensar que detrás de esta expansión del crédito existen aspectos positivos. Una reducción de la inflación en Costa Rica, por ejemplo, permitió bajar los intereses; también podría mencionarse la mayor bancarización de la población que facilitó su acceso a más productos financieros.
En medio de esta ola, la importación y venta de vehículos nuevos creció de manera sostenida, con los préstamos en dólares como protagonistas, y las tarjetas de crédito se multiplicaron. El año pasado, el Ministerio de Economía informó de que el saldo de la deuda de las tarjetas de crédito se había duplicado desde el 2010; pasó de ¢577.000 millones a ¢1.200.000 millones, y que en octubre del 2018 la cantidad de plásticos en circulación rozaba los tres millones (un aumento de 125% en nueve años).
Para sumar a la cuenta, no solo compramos carros y casas con crédito. La pantalla, el celular, el colchón de la cama y hasta las vacaciones se pueden financiar en el comercio.
Sin embargo, el endeudamiento es una relación, y como tal incorpora el aumento de las obligaciones por un lado, y la evolución de los ingresos, por otro. Entonces, aquí es necesario mencionar la erosión de la capacidad de pago de las personas en medio de la débil expansión de la economía y el alto desempleo.
Este guiso se preparó a fuego lento, con muchos ingredientes, e intervino la cuchara de varios actores públicos y privados. Ahora sabe a recalentado y no parece posible –tampoco es coherente–, tratar de arreglarlo con unos cuantos créditos de salvamento, salidos de la banca pública.