Puntarenas 1936, la cámara toma infraganti a los cuatro amigos, Luisita y Quico pintando, Max, Carlos y dos niños son espectadores. Todos se encuentran entre la casa de Max Jiménez y la línea del tren viendo hacia el solar que están pintando.
El día antes, Luisita, Adolfo su marido y Carlos Salazar debían apurarse para tomar el tren de las siete; entonces llamaron a un carro de alquiler al garaje Alfaro. El chofer del Buick los llevó hasta la vieja Estación del Pacífico y montaron el chunchero al tren gracias a la ayuda de un chiquillo flaco, ágil, que iba descalzo y hacía de maletero, le dieron seis reales de propina.
El tren dejó la estación rumbo al Puerto impulsado por la recién adquirida locomotora eléctrica número 127 y, poco después de dejar el Valle Central, empezó el culebreo a través de cerros y precipicios. La pasada por el puente del Virilla era siempre impresionante y traía recuerdos de la tragedia ferroviaria ocurrida 10 años antes. Después, el tren pasó de largo por Ciruelas y en Atenas hubo una parada, en la que Carlos bajó a comprar alborotos.
Siguieron camino y el tren pasó de lado por Escobal, Quebradas y otras pequeñas estaciones, porque el de las 7 no era el Pachuco, sino el tren rápido. Eso sí, en Orotina se dieron gusto comiendo gallina achiotada y huevos duros en tortilla, de aquellos que ofrecían a gritos las vendedoras.
A la altura de la Hacienda Coyolar -propiedad de Fernando Castro- sintieron que el calor apretaba, ya que eran como las 10 de la mañana. Al subir las de los frescos, compraron chan y ponche de fruta con sirope, que servían en vasos de casco que había que apurar hasta el fondo para que el próximo comensal pudiera hacer uso de él. El sopor era insoportable y aunque había mucho bullicio en el tren, nuestros amigos cabeceaban un poco y se deleitaban pensando en la linda temporada veraniega que pasarían. Mientras, raudo y veloz, a 70 kilómetros por hora, el tren dejaba atrás estación tras estación.
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Empezaron a oler a mar, esa sensación salobre que era tan característica, por lo que supieron que estaban a punto de llegar a Mata de Limón. En esa parada subió Enriqueta, la suegra de Max, quien tenía casa de veraneo en el lugar y se unía alegremente a los demás para pasar las fiestas de fin de año con ellos. Pronto pasaron el río Barranca, por el estrecho puente de metal, y distinguieron el Hotel de Chanita en la desembocadura del río. Al pasar por La Angostura, la contentera se adueña de los amigos, pues ya estaban prontos a llegar.
Es casi medio día, Max los recibe en la estación, montan las maletas, bolsos y maritates en un carretón y todos ellos se van caminando hasta la casa. Al llegar sienten el frescor que genera la sombra de los árboles de almendro, aceituno negro y el enorme higuerón que rodean la casona de madera de dos pisos y altos techos. La arena gris oscuro está caliente, Mencha sale descalza, les comenta que ya están ahí Quico y los recién casados Manuel de la Cruz y Lala.
Son largas las horas que toda aquella tropa de amigos artistas e intelectuales de vanguardia– unos arrecostados en mecedoras, otros tirados en una hamaca- se dedican a conversar, a filosofar sobre la vida, la existencia y el arte, a tomar tragos y disfrutar de la mutua compañía. Ya es tarde cuando los reciben las frescas tijeretas de lona, corre la brisa nocturna a través del petatillo en lo alto de las paredes.
Las mañanas las disfrutan en la playa bañándose o enterrándose en la arena; las señoras, eso sí, escapando del sol bajo una sombrilla o abanicándose en el amplio corredor de la casona. La tarde es sagrada para los quehaceres artísticos. Sentados en un pequeño banquillo, casi a ras de la arena, Luisa y Quico emprenden la difícil tarea de pintar cuadros en esas condiciones precarias. Pero pareciera que es este último el que logra poner más empeño en ello y termina 4 óleos en esa temporada.
A su vez, Luisa ha llevado su pequeño diario en donde Manuel de la Cruz González y Carlos Salazar le hacen un retrato a lápiz, mientras que otros, como Max, escriben en él:
“Ud tiene conciencia del agua que salta, porque sabe que por allí pasará el viajero sediento.
Ud tiene conciencia del árbol que se doblega en frutas, para sustentar la vida […]”
Los demás leen tirados en las hamacas o al vaivén de las mecedoras.
Los días pasan inexorables y la temporada llega a su fin…
Hechos fueron, pero como la espuma de la ola, que barre brevemente la playa y desaparece, estos han desaparecido de nuestra memoria. Sin embargo, lo que materializó el lente de una cámara y lo que esos amigos artistas plasmaron en sus obras perdura, haciendo eco de ese cálido y lejano verano. Puntarenas 1935-1936.
Los amigos:
Max Jiménez y Clemencia Soto de Jiménez (Mencha)
Luisa González y Adolfo Sáenz (Luisita)
Carlos Salazar Herrera
Teodorico Quirós (Quico)
Manuel de la Cruz González y Eulalia Solá (Lala)
Enriqueta Uribe de Soto (Queta, madre de Clemencia Soto)