1858: Thomas Francis Meagher –exmilitar irlandés-norteamericano– viaja a Costa Rica acompañado de su condiscípulo y dibujante, el venezolano Ramón Páez.
Marzo, abril y mayo de 1858: Durante el recorrido, Páez realiza una serie de bocetos y dibujos de paisajes de Costa Rica.
1859-1860: Harper’s New Monthly Magazine de Nueva York publica durante dos años diferentes capítulos de Holydays in Costa Rica de Meagher, con las imágenes de Páez.
A partir de 1920: Ricardo Fernández Guardia traduce los textos de varios viajeros que vinieron al país en el siglo XIX.
1929: Fernández Guardia compila y publica Costa Rica en el siglo XIX: Antología de viajeros en la editorial Gutemberg, San José.
1929: En los capítulos 1 al 3 del libro de Fernández Guardia y relativos a Meagher, es donde se encuentran las ilustraciones de Páez.
Fecha incierta: La primera edición del libro Costa Rica en el siglo XIX: Antología de viajeros es descubierta por alguien que está deseoso de pintar temas antiguos.
Alrededor de 1960: Ese pintor empieza a copiar al óleo los dibujos de Páez, pero decide hacerlos pasar como obras de un pintor con nombre sofisticado que suene europeo.
Finales de 1960: Salen al mercado obras de un supuesto Jean Paul Berlete, que son ofrecidas a ciertos coleccionistas.
De finales de 1960 hasta hoy: Las obras de este supuesto pintor quedan en colecciones privadas y estatales. Solo algunos escépticos cuestionan estas pinturas.
2020: Un museo nacional expone en su guion permanente la obra Puente de la Garita y sin pensarlo mucho –porque lo dan por bueno- lo consignan como obra de Jean Paul Berlete.
Llega la hora de enmendar el camino.
¿Se puede crear una falsa identidad artística? ¿Se puede crear un pintor que no exista realmente pero que a menudo pinte? Ahora con la realidad virtual y los avances tecnológicos sabemos que sí, pero en los años 60 y 70 a eso se le llamaba timo o estafa. Trataremos de resolver esta paradoja que ha estado presente en nuestro entorno ya desde hace décadas, muchas décadas, demasiadas, por cierto. Entonces empecemos a desenredar la madeja.
Vamos a referirnos a cuatro pinturas en concreto y en este caso vamos a contar la historia alrededor de las mismas firmadas como de Jean Paul Berlete. Todo parece indicar que este supuesto artista fue creado por uno de nuestros más ilustres falsificadores –al que llamaremos el protagonista–. También es cierto que Berlete solo existe en su fantasía, pero para muchos es real, ya que tienen alguna de sus obras colgadas en sus paredes; por esa razón, se hace imperativo enmendar la plana.
¿Ese pintor existió? O, ¿no existió? Esa es la pregunta que nos hicimos por mucho tiempo, ya que no aparecían datos fehacientes del mismo, solo alguna referencia no comprobada en los escritos de Norma Loaiza –La abundancia en el tiempo– de 1982, o en un escrito del 2010 sobre las obras y tesoros que tiene la Virgen de los Ángeles en Cartago y en el que se cita que “además de diversas imágenes religiosas como ángeles a su alrededor, también cuenta con cuatro o cinco mazorcas de cacao, que, al parecer, son del escultor francés, Jean Paúl Berlette”; sin embargo, no se sabe de dónde procede esa fuente. Es probable que pudo haber sido confundido o inspirado en Charles Raoul Verlet, artista que realizó el Monumento a Juan Mora Fernández en 1921.
Obstinados como somos, la búsqueda siguió hasta que la realidad saltó a los ojos. Me acordé de un pequeño librito escondido en un estante de la biblioteca y fui en su búsqueda. No en vano Ricardo Fernández Guardia había hecho aquella recopilación de extranjeros que vinieron a Costa Rica. En la sección de Thomas Meagher, los relatos vienen acompañados por dibujos de Páez, un joven dibujante venezolano -hijo de uno de los héroes de la batalla de Carabobo- quien viajó con él e iba tomando notas y haciendo bosquejos que posteriormente se publicaron en Harper’s New Monthly Magazine de Nueva York.
Cuatro de esos dibujos –que sepamos– son, precisamente, los que el protagonista de nuestra historia copió, pero, para darles más valor, modificó sus medidas y los hizo al óleo, “verdaderas joyitas antiguas”, pintadas sobre una base de madera o tela y debidamente añejadas artificialmente para hacerlas parecer como obras del pasado.
Al protagonista de nuestra historia le quedaba más fácil y rentable ponerse la máscara de un artista costarricense un día y, al otro, una máscara diferente. El problema es que había que tratar de imitarlos lo mejor posible y esto no era siempre fácil, tal vez por esa razón es que en un momento dado crea a este supuesto pintor –Jean Paul Berlete– al cual le puede inventar un estilo pictórico. Además, cuando nuestro protagonista decide crear el perfil de un pintor extranjero, su imaginación y creatividad vuelan.
Entendámonos bien, Berlete no es un pintor real, existe solamente en su fantasía, es un personaje concebido por él, pero al haber creado una rúbrica que plasma en los lienzos, esta es la que hace creer a muchos que ese pintor es real. Ahí está la trampa. ¿Asunto de dinero o de vanidad?
La historia de este creativo personaje –al que hemos llamado el protagonista– es de larga data y como tuvo acceso a importantes colecciones y archivos, pudo crear ese mundo paralelo del cual se nutre para pintar composiciones florales, paisajes históricos y personajes; sin embargo, centrémonos en cuatro obras que llevan la firma J. P. Berlete: Puente de la Garita, El puente de hamaca en Orosi, Antigua Iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles y La Ciudad de San José desde el Cementerio Protestante. Si comparamos cada uno de estos dibujos del dibujante Páez -que publicó Meagher a mediados del siglo XIX, y después recopiló Fernández Guardia en 1929-, podemos notar que es una copia exacta del tema, con pequeñas variaciones, que se dan debido al uso de una técnica diferente y algunas licencias artísticas.
El Museo Juan Santamaría adquirió hace unos años una pintura que representaba La Garita y se creyó que la misma era de un pintor extranjero del siglo XIX. Si la comparamos con la obra original de Páez –pintada entre 1856 y 1857–, comprobaremos que es una copia casi idéntica del tema de este dibujo, lo que cambia es la técnica de realización al óleo y esto le imprime a la nueva obra ciertas diferencias propias de la pintura de aceite: color que el dibujo original no tiene, trazos gruesos del pincel a diferencia de los delgados de una pluma o lápiz, además de difuminados y manchas que dan una apariencia diferente.
También tenemos que hacer hincapié en que la firma es sumamente barroca e infantil y no corresponde al estilo pictórico que utiliza. Por otra parte, el estilo a su vez no corresponde a una pintura académica del siglo XIX. Por todo lo anterior, vemos que las conclusiones son evidentes.
De los otros tres cuadros, por ser de colecciones privadas y respetando la intimidad de las mismas, solo vamos a incluir las fotografías de los dibujos de Páez. Sin embargo, estos tres dibujos fueron utilizados por el protagonista para producir tres óleos que posteriormente firmó como el imaginario Jean Paul Berlete. Si usted, lector, alguna vez se topa con los óleos, sacará sus propias conclusiones.
No sé realmente si hemos develado la verdadera historia de un falso pintor, lo que sí es cierto, es que el protagonista de nuestra historia copió a un dibujante que vino a mediados del siglo XIX a Costa Rica y además se dio la licencia de crear esas copias al óleo, bajo un nombre francés sofisticado.
Ese pintor que agazapado se esconde bajo la firma de alguien que nunca existió, decoró las paredes de casas y museos, creó ilusiones en muchos coleccionistas, desfalcó a muchos que creyeron tener una verdadera obra histórica y, sobre todo, le hizo mucho daño a la historia del arte costarricense.