El pasado 9 de noviembre se cumplieron 32 años de la caída del Muro de Berlín. El hecho se convirtió en un símbolo de esperanza y unidad para el pueblo alemán. Entre ellos estuvieron Helga y Karsten, una pareja de tíos lejanos míos, que han vivido en Berlín toda su vida. Ellos recuerdan, a sus 87 años, lo que significó la Segunda Guerra Mundial, al final de la cual contaban con escasos 10 u 11 años. Sufrieron los vestigios del nazismo, de un país en ruinas y, por supuesto, llevaron su juventud y varias décadas de adultez en Berlín Occidental, en medio de la división existente entre las dos Alemanias, separadas por las ideologías imperantes en la Guerra Fría.
Luego de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, la familia de Karsten se quedó sin un lugar en donde vivir y se trasladó varios meses a una diminuta casa de campo de diez metros cuadrados, en Klausdorf, un pueblo en las afueras de Brandeburgo, al sur de Potsdam. Allí vivió él con sus numerosos hermanos, su madre, su abuelo y una refugiada polaca de avanzada edad. La madre de Karsten tenía como encargo lavar la ropa de los militares rusos, y, por ello, no podían salir de esa propiedad.
Con la división de las dos Alemanias se trasladaron a Berlín, y esa pequeña casa de campo, ubicada luego en la Alemania Oriental, no pudo ser visitada durante casi 40 años. No fue sino hasta luego de la reunificación alemana que lograron recuperarla. Helga, descendiente de polacos, recuerda la guerra como una de las peores pesadillas que un ser humano puede enfrentar.
Conversando con ellos, en ese pequeño pero bello jardín de Klausdorf, he podido ver en sus ojos cómo las anécdotas cobran vida y se tornan en pensamientos de una niñez abatida por el fantasma bélico. Una guerra iniciada por los autoritarismos y por la intolerancia manifiesta en ideologías extremistas, agrupadas en el fascismo y el nazismo; un conflicto cuya efervescencia tuvo también que ver con la difícil situación económica del período de entreguerras, luego del derrumbe del “triángulo financiero de la paz”, cuya manifestación inmediata global más visible pudo ser la caída de la bolsa de valores de Nueva York, el 24 de octubre de 1929.
Esta Guerra, presenció la terrible persecución, masacre y tortura que se evidenció en un genocidio contra el pueblo judío; una prueba viviente de lo nefasto que pueden ser los extremismos.
El holocausto, una de las peores realidades y escenarios de lo atroz y abominable que puede llegar a ser el ser humano, implicó, una vez finalizada la Segunda Guerra, un proceso internacional sin precedentes, manifiesto en los juicios de Nuremberg. No obstante, también fue el inicio de una serie de acciones para llevar a cabo lo que hoy, el Auschwitz Institute for Peace and Reconciliation enseña en interesantes cursos como “justicia transicional”, y que busca precisamente evitar que este tipo de actos se repitan y puedan ser prevenidos.
La justicia transicional va muy ligada al concepto de generar memoria como mecanismo del recuerdo perenne del camino que no se debe nunca volver a transitar. Y es que fomentar la memoria parece ser, paradójicamente y a pesar del auge de las tecnologías de información y de la comunicación, una tarea inconclusa y cada vez más pendiente de lograr.
Para Helga y Karsten, la caída del muro significó el fin de una era de división y un momento de reunificación, durante el que se fortalecieron indicios para la creación de una memoria colectiva, un proceso que por su naturaleza es de construcción permanente. Escuchar sus palabras es ir al pasado, a un período en el que yo aún no había nacido, pero con el cual, gracias a dicha narrativa, tengo un vínculo.
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Muros sin caer. Me doy cuenta de que, a pesar de que se derribó el Muro de Berlín hace más de tres décadas y que existen iniciativas importantes de memoria colectiva sobre la peligrosidad de los extremismos, existen mil y un muros que no hemos logrado derribar. No es difícil informarse sobre el diario vivir del autoritarismo presente en Corea del Norte, en los repudiables actos de Boko Haram en Nigeria, los nefastos actos de violencia racista que llevaron a la gestación del positivo movimiento Black Lives Matter, en los terribles atropellos contra la población migrante en diversas latitudes o en la tristemente generalizada violencia de género.
En la propia región latinoamericana son muchísimos los ejemplos a exponer. En nuestra querida Costa Rica, la exclusión social por nacionalidad, raza, etnia, religión, género y orientación sexual, sin hablar de la inseguridad ciudadana, sigue cimentando muros que no hemos sido capaces de tirar.
Nos quedan, pues, muchos muros por derribar, incluido el del egocentrismo, ese que hace creer a muchos que tienen la verdad absoluta de las cosas. Educar en pluralismo y luchar fervientemente por la creación de oportunidades, como mecanismo para erradicar la pobreza, puede sonar a utopía platónica, pero es la única forma de establecer sociedades de convivencia pacífica.
Desearía que tuviéramos un instante la sabiduría que yo percibo, se irradia en los ojos de Helga y Karsten. Sus vivencias pasadas les hacen hoy saborear la paz, respirar la libertad y, con las canas que les brinda el entendimiento de la memoria como concepto fundamental y testigo fiel, analizar continuamente la importancia del respeto, la tolerancia y la equidad en todas sus formas y colores.
El autor es internacionalista y máster en Diplomacia.