El sistema de educación superior lleva a cuestas una contradicción profunda. Mientras las decisiones políticas, los recursos públicos y los grandes debates se concentran en las universidades estatales, el grueso del estudiantado ya no se encuentra allí. Según la última cuantificación del Consejo Nacional de Rectores (Conare) sobre matrícula, en el 2023 las universidades públicas acogieron a 119.108 estudiantes. Ese dato contrasta con los 254.566 matriculados ese año en casas de enseñanza privadas, de acuerdo con un estudio conjunto de Consejeros Económicos y Financieros S. A. (Cefsa) y la Unidad de Rectores de las Universidades Privadas (Unire), el cual dimos a conocer el 20 de abril.
Este cambio supone una transformación inadvertida pero profunda en la forma en que el país está formando su capital humano. Sin embargo, la política educativa nacional sigue actuando como si este peso no existiera, manteniendo al sector privado al margen de los procesos de planificación y evaluación.
El Informe Estado de la Educación 2023 lo alertó con claridad: el país no tiene un sistema de educación superior articulado, sino dos segmentos descoordinados, con reglas, objetivos y mecanismos de control distintos. Mientras el sector público opera dentro del marco constitucional del Conare y con cierta planificación conjunta, el privado funciona sin un ente articulador fuerte, sin una política de calidad integral y bajo la supervisión débil y puramente procedimental del Conesup, adscrito al Ministerio de Educación Pública.
Esto debilita la función que la Constitución Política le asigna al Estado en el artículo 79 de velar por la calidad de la educación privada. Debe recordarse que la educación es un servicio público; independientemente de que parte de ella sea provista por un operador privado, se encuentra sujeta a la regulación estatal.
La desconexión institucional se convierte así en una debilidad estratégica nacional. Impide planificar el desarrollo académico y profesional del país de forma coherente, dificulta alinear la formación con las necesidades del mercado laboral y priva a los estudiantes –particularmente a los de menores ingresos, que suelen optar por universidades privadas– de garantías de calidad.
A pesar de representar más del 68% del total de la matrícula universitaria, las universidades privadas son las más opacas, como lo apuntó el Estado de la Educación. Aunque hay unas 53, no existe información sistemática sobre sus tasas de graduación, duración real de las carreras, costos o características socioeconómicas de sus estudiantes. Lo poco que se conoce proviene de encuestas generales del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) o de aportes voluntarios y parciales de algunas entidades privadas.
Esta ausencia casi total de datos convierte al principal proveedor de profesionales en un territorio oscuro para la política pública. No se puede evaluar su contribución al desarrollo, ni su eficiencia, ni sus resultados concretos. Tampoco se pueden trazar políticas que aseguren pertinencia académica, innovación educativa o coordinación con el aparato productivo.
Desde el 2017, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) advirtió de que el país carece de una autoridad pública con liderazgo claro sobre el sistema de educación superior en su conjunto. El Conare, señaló, opera como autogobierno para las universidades públicas, y el Conesup, con sus debilidades, solo se ocupa del sector privado. No existe una plataforma de coordinación común, ni una base compartida de objetivos, información o criterios de evaluación. Esto impide diseñar políticas coherentes sobre becas y financiamiento estudiantil, calidad universitaria o adaptación a las necesidades de una economía en transformación.
Las recomendaciones de la OCDE ofrecen desde hace años una hoja de ruta. Urge fortalecer los estándares mínimos en todas las universidades privadas y otorgar al Conesup potestades efectivas para cerrar programas de baja calidad, promover la acreditación y fiscalizar periódicamente. Propuso además ampliar el alcance del Sistema Nacional de Acreditación de la Educación Superior (Sinaes). Finalmente, planteó crear una entidad gubernamental con liderazgo estratégico sobre todo el sistema de educación superior.
No se trata de cerrar puertas. En un país donde el 61% de los jóvenes no accede a la universidad, las instituciones privadas han sido clave para ampliar la cobertura. Pero su expansión debe ir de la mano con información precisa, regulación efectiva y evaluación rigurosa. De lo contrario, corremos el riesgo de multiplicar títulos sin futuro y frustraciones disfrazadas de oportunidades.
Costa Rica necesita repensar el sistema de educación superior en su conjunto, reconociendo que las universidades privadas no son una periferia, sino un eje central de la formación profesional. Remediar esta situación no es sencillo. Implica abrir un cuidadoso y complejo diálogo político, como lo propuso el Estado de la Educación 2023.
Ignorar el problema que existe perpetúa la desarticulación, erosiona la calidad del capital humano y compromete nuestra capacidad de competir con visión de largo plazo. Si más del doble de estudiantes opta hoy por una universidad privada, el país no puede seguir diseñando su política educativa como si no existieran. La educación superior no puede construirse con la mitad del sistema en la sombra.