
Tres años y dos meses después de desechar el proyecto de Tren Eléctrico Metropolitano (TREM), que dejó listo la administración anterior, el gobierno presentó una opción sustituta que, en apariencia, será definitiva. Sin embargo, mientras en el primer caso ya se había llegado a la etapa de precalificación de empresas, en esta lo que existe es un plan poco decantado que, en esencia, plantea regresar al punto de partida original, pero con una propuesta muy disminuida.
De este modo, y por razones más políticas que técnicas, en esta administración hemos desperdiciado un tiempo precioso para emprender en serio la tarea de resolver uno de los mayores retos que enfrenta Costa Rica: la movilidad humana en la Gran Área Metropolitana (GAM). Los perjudicados de tan imperdonable desacierto no han sido solo los cerca de tres millones de personas que la habitan en las provincias de San José, Alajuela, Cartago y Heredia, sino también la competitividad del país; es decir, el bienestar de todos. Peor aún, el planteamiento actual no contribuirá a resolver el problema de manera sustantiva, sino parcial.
El TREM era un proyecto multifacético. No estaba orientado solamente a mejorar, con mayor capacidad de transporte ferroviario, la movilización de pasajeros, sino a transformarla mediante una red integrada y multimodal. Además de cinco líneas –algunas ya existentes, pero mejoradas, y otras nuevas– contemplaba la sectorización e interconexión de las rutas de buses, y de estas con las estaciones. Así, aparte de desarrollar un verdadero sistema de transporte en la GAM, también potenciaría un desarrollo territorial más racional al habilitar zonas actualmente deprimidas para viviendas, comercios y otras actividades.
Ese plan fue sometido al escrutinio de expertos internacionales, contratados mediante una donación del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), quienes introdujeron modificaciones a su versión final. Bajo el modelo de alianza público-privada, la inversión se estimó en $1.500 millones. Su financiamiento estatal provendría de un crédito por $550 millones del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) y $250 del Fondo Verde del Clima de las Naciones Unidas, en condiciones muy favorables; el resto lo pondrían los operadores privados.
Para permitir tarifas accesibles y, por ende, un uso más amplio y equitativo, el gobierno subsidiaría parcialmente la operación. La cifra, calculada entre $50 y $100 millones anuales, de sobra estaría compensada por los efectos positivos del TREM en la productividad y la calidad de vida.
Su importancia fue destacada entonces por el BCIE–institución de la que el presidente Rodrigo Chaves no tiene motivos de queja– como “el inicio de una amplia interconexión ferroviaria en la región centroamericana”. Gracias a esta se vislumbraba “un gran potencial de crecimiento económico”, además de “una mayor comunicación, integración y beneficios sociales”.
Sin embargo, el 20 de julio de 2022, con absoluta ligereza, Chaves desechó el proyecto. Afirmó que se trataba de un “capricho” de su predecesor, Carlos Alvarado. El ministro de Transportes de entonces, Luis Amador, lo calificó como “un tranvía lento”. No pudieron presentar estudios técnicos ni financieros que justificaran la cancelación, y anunciaron que se volvería a un proyecto más modesto, descartado en 2016, del que ni siquiera pudieron dar una estimación de costos.
Ante tal ausencia de razones válidas, quedó de manifiesto que la decisión respondía a móviles estrictamente políticos, con tintes revanchistas: el afán de desconocer los aportes del gobierno de Alvarado –del que Chaves fue ministro de Hacienda–, e impedir que, tal como contemplaba el proyecto original, se construyera una línea hacia el sector de zonas francas del Coyol, donde trabajan decenas de miles de personas, con una parada en el Parque Viva, de Grupo Nación, que Chaves intentó cerrar.
Durante los más de tres años transcurridos, o perdidos, desde la cancelación del TREM, se sucedieron múltiples propuestas y ocurrencias, hasta que llegamos al 26 del pasado mes. Fue cuando se anunció el proyecto modificado y reducido, con un modelo de financiamiento distinto: el gobierno construirá la infraestructura y adquirirá las unidades de transporte, a un costo de $800 millones, de los que el BCIE financiará los $550 millones ya autorizados, y el Banco Europeo de Inversiones, el resto. Una empresa privada concesionaria lo explotará, con tarifas sin subsidiar que cubrirán su operación y ganancias.
Por esas razones, el costo promedio de los pasajes prácticamente duplicará los del TREM. Además, de cinco líneas a doble vía y 84 kilómetros de longitud contempladas en el proyecto original, se pasará a dos, con 51,5 kilómetros. De 70 trenes eléctricos con frecuencia cada cinco minutos en días hábiles, se pasará 28, a los que se sumarán las unidades diésel actualmente en operación. Su frecuencia: cada 10 minutos. Las estaciones previstas se reducirán de 47 en el original a 30, y los pasos a desnivel, de 29 a ocho.
Es decir, si todo sale como anunció el gobierno, lo que tendremos, luego de un retraso imperdonable, es un tren más barato pero mucho más pequeño, menos funcional, sin visión sistémica de movilidad humana y con tarifas sustancialmente más caras. En síntesis, una pésima opción.
El presidente ni siquiera ha intentado, como en tantas otras oportunidades, trasladar la culpa de tan mala propuesta a otros actores, sean personales o institucionales. Cuando apenas le quedan siete meses en el cargo, resulta evidente que la responsabilidad de esta fallida e inepta gestión es únicamente suya y del Poder Ejecutivo que encabeza. No es algo que pueda borrarse con facilidad.