Los costarricenses generamos más de 2,5 millones de toneladas de basura al año, pero solo reciclamos el 4%. Los rellenos sanitarios del centro del país, donde vive la mayor cantidad de personas, están al borde del colapso, y nadie quiere un nuevo vertedero cerca.
Sin soluciones claras ni infraestructura suficiente, los años que vienen son críticos. Pero también hay oportunidades. Algunas municipalidades, organizaciones comunitarias y experiencias internacionales abren camino a un cambio posible si hay voluntad y disposición para actuar.
Eso sí, las decisiones urgen. Los rellenos sanitarios de La Carpio y El Huazo, en los cantones de San José y Aserrí, fueron abiertos en 2001 y 2005, respectivamente, con el objetivo de recibir los residuos sólidos de la Gran Área Metropolitana. Hoy, ambos están cerca de alcanzar su límite. El primero, conocido como Parque de Tecnología Ambiental Uruka, se aproxima al cierre técnico; el segundo, denominado Parque de Economía Ambiental Aserrí, podría llenarse en menos de tres años, como lo hemos informado en múltiples reportajes de la periodista Irene Rodríguez.
Sin terrenos nuevos ni comunidades dispuestas a recibir desechos, el país se aproxima a un límite insostenible en su capacidad para manejar los residuos. Sin embargo, no podemos seguir dependiendo solo de rellenos sanitarios. Hoy, el 80% de los residuos va a parar a estos sitios. Eso debe cambiar porque la gestión de residuos representa el 14,8% de las emisiones de gases de efecto invernadero en Costa Rica, uno de los desempeños ambientales más rezagados dentro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Precisamente, esa organización posiciona el concepto "quien contamina, paga“. Es un principio que funciona en muchos países y que podría transformar por completo la forma en que gestionamos nuestros desechos, pues obliga a repensar el consumo, fomenta la separación en la fuente, incentiva el reciclaje y hace que los ciudadanos, empresas e instituciones asuman con responsabilidad el impacto de lo que tiran.
Convertir la basura en un costo tangible y proporcional al daño que causa cambia comportamientos y genera recursos para invertir en soluciones. En Costa Rica, sin embargo, estamos habituados a pagar relativamente poco por el manejo de nuestros residuos. En promedio, los gobiernos locales cobran ¢3.805 cada mes. Por eso, cuando el costo real de transportar y procesar la basura se refleje directamente en el bolsillo, también se acelerará un cambio cultural: pensar antes de consumir, separar con responsabilidad y asumir que la gestión de desechos no es gratuita. Pero aquí, el 70% de las tarifas municipales están desactualizadas y muchas operan con pérdidas.
Subir tarifas es impopular, pero dejarlas como están solo agrava el problema. El sistema necesita recursos para modernizarse, y el actual modelo no da para más. Hay países que ya encontraron el rumbo. Corea del Sur cobra por kilo de basura y prohíbe tirar alimentos a los vertederos porque cuando se descomponen, son una fuente de metano, un gas de efecto invernadero más potente que el dióxido de carbono. Uno de los sistemas de cobro son bolsas oficiales que se venden por color y capacidad. Lo que se paga por estas es el costo de desechar los residuos. Suiza aplica fuertes multas a quien no separa residuos. En Uruguay, cada hogar recibe contenedores diferenciados y composteras, y la gente aprende a usarlos. Son modelos basados en reglas claras, tecnología, educación y sentido común.
Es decisión política. Y no hay que ir tan lejos para encontrar ejemplos posibles. Santa Cruz, en Guanacaste, construyó su Parque de Tecnología Ambiental y educa a sus habitantes sobre reciclaje. San Rafael de Heredia recicla el 24% de sus residuos, organiza ferias de trueque y ofrece recolección diferenciada. Estos cantones han demostrado que la solución no puede limitarse a abrir más rellenos sanitarios, sino que pasa por una gestión inteligente y basada en educación, separación en la fuente y aprovechamiento de materiales. Con liderazgos comprometidos y vecinos involucrados, se puede cambiar el rumbo.
A pesar de eso, las trabas persisten. De acuerdo con la Ley para la Gestión Integral de Residuos, la población debería seguir un sistema jerárquico en el que reducir al máximo la generación de desechos es el primer paso. Luego vienen la reutilización, el reciclaje, el tratamiento y, como última opción, la disposición final. Sin embargo, esta lógica no se cumple en la práctica, y los rellenos sanitarios terminan recibiendo todo tipo de residuos, incluso algunos peligrosos para la salud y el ambiente.
Solo el 14% de los hogares tiene acceso a recolección diferenciada completa. Y si se propone abrir un nuevo relleno, llueven las protestas. Si nadie acepta el problema, todos pagamos las consecuencias. Por eso, la solución no puede seguir siendo vista como tarea exclusiva de los gobiernos locales o de los rellenos sanitarios. Hace falta una hoja de ruta clara y compartida, donde el Poder Ejecutivo, la Asamblea Legislativa, las municipalidades y las comunidades se asocien para impulsar una transformación. Esa transformación debe incluir infraestructura, pero también educación ambiental desde la escuela, participación ciudadana, cultura del reciclaje y, aunque suene impopular, una estructura de costos y tarifas que refleje la realidad: quien contamina, paga. Solo así podremos pasar de la acumulación a la solución, con justicia y corresponsabilidad.
