Hace 20 años los atentados terroristas del 11 de Setiembre conmocionaron al mundo. «Todos somos Estados Unidos» se convirtió en un llamamiento a la solidaridad universal. La invulnerabilidad de Occidente tras el final de la Guerra Fría se reveló como una mera ilusión y la globalización, que se había impuesto como paradigma y había apuntalado el dominio económico occidental en los años 90, ahora aparejaba retos imprevistos.
Dos décadas después de los atentados, sus consecuencias para Occidente y para el mundo en general se han hecho más evidentes. Un actor violento y de naturaleza no estatal pasó a condicionar la agenda internacional en un grado extraordinario.
Tras hacer frente al comunismo y gozar de un «momento unipolar» durante la década de los 90, la lucha contra el terrorismo devino en hilo conductor de la política exterior estadounidense.
Occidente, liderado por Estados Unidos, no constituía un bastión inexpugnable, pero su hegemonía seguía siendo incuestionable. No es de extrañar, por tanto, que la invasión de Afganistán contara con un abrumador apoyo internacional. Los ataques no podían quedar sin respuesta mientras los talibanes proporcionaran un santuario para Al Qaeda desde el cual preparar y lanzar sus operaciones terroristas.
Sin embargo, la guerra en Afganistán será recordada como un gran fracaso. Los altos costos y los exiguos resultados de la campaña hacen que aflore una pregunta obvia: ¿De qué sirvió? Unos 48.000 civiles afganos, 66.000 soldados afganos y 3.500 soldados de la OTAN murieron durante el conflicto. Estados Unidos se dejó más de $2 billones en su afán por construir un Estado afgano viable.
La «guerra global contra el terrorismo» que sucedió al 11 de Setiembre fue un esfuerzo mayoritariamente estéril, y la reciente formación de un gobierno talibán en Kabul es prueba de ello. Los talibanes derrotaron a las fuerzas de seguridad afganas en cuestión de días y, ahora, los afganos —especialmente las mujeres y las niñas— habrán de afrontar de nuevo la represión de un régimen fundamentalista. Cuando menos, la responsabilidad de Occidente es extraer las lecciones adecuadas de esta deplorable experiencia.
Una primera lección es que la fuerza militar ejercida desde el exterior no representa un método sensato para producir cambios de régimen. Occidente no logró crear un Estado afgano moderno, democrático y lo suficientemente fuerte para hacer frente a la amenaza de los talibanes.
Estados Unidos también fracasó tras su invasión ilegal de Irak, donde pronto se enfrentó a una insurgencia que luego conduciría a la creación del Estado Islámico. Por su parte, Libia se sumió en el caos en el 2011 después de que la OTAN se obcecara en derrocar a su dictador, Muamar el Gadafi.
La moraleja está clara: establecer una presencia militar y verter recursos en un país no garantiza resultados en materia de seguridad, desarrollo y gobernabilidad democrática. Por definición, edificar una nación requiere consentimiento de sus ciudadanos, con lo que toda iniciativa al respecto debe canalizarse a través de actores percibidos como legítimos por la población local.
Al respaldar a señores de la guerra como Abdul Rashid Dostum, cuyas fuerzas cometieron numerosas atrocidades, Occidente socavó sus propios esfuerzos y alienó a gran parte de la población afgana.
En términos más generales, la idea de que las instituciones de un país pueden ser reemplazadas de la noche a la mañana por otras completamente nuevas siempre fue inverosímil. La mayoría de los Estados se han construido de forma gradual y endógena, a través de la cooperación y la negociación durante largos períodos, y no por decreto externo. El ejemplo y la seducción de otros Estados suelen ser más eficaces que la fuerza y la coerción.
Después del 11 de Setiembre, la administración Bush apostó por la fuerza militar en detrimento de la diplomacia, que tradicionalmente había apuntalado el activo más valioso de Estados Unidos: su atractivo para el mundo. Recordemos que el Muro de Berlín cayó tras años de evidencias de que el modelo económico occidental producía niveles de vida fuera del alcance de los berlineses orientales.
La segunda lección de estos veinte años en Afganistán es que la exclusión de actores regionales en escenarios de conflicto no es una estrategia viable, y mucho menos en el orden multipolar actual. Al decidir ir por la libre, Occidente no interiorizó la naturaleza cambiante de las distribuciones de poder internacionales.
El vecindario de Afganistán presentaba una serie de oportunidades que fueron desaprovechadas. Es cierto que China no estaba en condiciones de contribuir sustancialmente a comienzos del milenio. Pero a medida que emergía como una potencia global, una coordinación más estrecha entre las labores de estabilización lideradas por Estados Unidos y la inversión económica china pudo haber maximizado los beneficios de proyectos de desarrollo para la población afgana.
Por otro lado, una mayor participación rusa habría permitido que los recursos llegaran a Afganistán a través de la Red de Distribución del Norte, evitando el territorio de Pakistán y equilibrando de este modo su enorme influencia. Asimismo, las cuantiosas inversiones sauditas en Pakistán pudieron haber servido de acicate con tal de que el gobierno de Islamabad desempeñara un papel más constructivo en los esfuerzos para resolver problemas regionales.
La última lección de la debacle afgana concierne a Europa en particular. El viraje que está experimentando Estados Unidos, que ya no parece dispuesto a ejercer de policía del mundo, debería hacer que Europa reflexionara sobre hasta qué punto quiere depender de las capacidades y decisiones estadounidenses para llevar a cabo su política exterior.
La evacuación de Kabul ofrece un crudo ejemplo de dependencia europea de Estados Unidos, ya que no habría sido posible encontrar una vía de salida para muchos ciudadanos europeos —así como afganos que colaboraron con las fuerzas aliadas— sin la ayuda estadounidense. Y, en vista de la posibilidad de una repetición de la crisis de refugiados del 2015, se hace evidente que las deficiencias en la capacidad de la UE para operar autónomamente en Afganistán tienen un precio.
El espíritu de «aprender actuando» debería vehiculizar una mejora de las operaciones civiles y militares de la UE para evitar importar situaciones de inestabilidad.
Aunque el mundo ha cambiado notablemente en los últimos 20 años, el terrorismo internacional sigue siendo un problema igual de acuciante. La grave crisis de seguridad que atraviesa el Sahel, por ejemplo, debería hacernos reflexionar sobre nuestros fracasos y sobre qué curso de acción tomar en el futuro.
Hay algo que está claro: las «guerras eternas» son, ante todo, insostenibles para quienes las padecen. Todos éramos Estados Unidos el 11 de Setiembre. Pero después nos olvidamos de ser afganos.
Javier Solana, ex alto representante de Asuntos Exteriores y Política de Seguridad de la Unión Europea, ex secretario general de la OTAN y ex ministro de Asuntos Exteriores de España, es presidente de EsadeGeo.
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