Cuando en 1994 se estrenaba la conmovedora película Il Postino, con la actuación de Massimo Troisi (Mario Ruoppolo), en el papel de un humilde y carismáticos cartero de una minúscula isla italiana, lejos estábamos de imaginar que por esos mismo años el correo postal, tal cual lo conocíamos, estaba a las puertas de una erupción de magnitudes estrombolianas.
La aparición del correo electrónico, que en sus primeros años se popularizó de la mano de proveedores como Hotmail y Yahoo, hizo pensar que el futuro del sistema postal estaba condenado a la extinción a medida que las direcciones electrónicas proliferaban por todo el mundo.
Nuestro país, por supuesto, se sumó pocos años más tarde a esa corriente, y el futuro de la Dirección General de Correos (hoy Correos de Costa Rica), estaba en dudas. A inicios de siglo casi habría jurado que por estas épocas la empresa postal no sería más que un recuerdo, cuyo principal vestigio se apreciaría en la arquitectura de un longevo edificio en el corazón de San José.
Estaba equivocado. En la empresa estatal hicieron una lectura correcta del entorno tecnológico, de las amenazas al negocio, y supieron identificar bien las oportunidades. A comienzos de diciembre, publicamos el reportaje Microempresas prosperan con el comercio en línea y la entrega de paquetes, en el cual se aborda uno de los varios servicios donde la empresa ha logrado insertarse, con resultados positivos hasta la fecha: ofrecer la logística para que miles de emprendedores logren entregar sus productos en todo el país, por medio tarifas que hagan competitiva su actividad comercial.
A 25 años del estreno de Il Postino, Correos de Costa Rica recobró los números negros. Genera utilidades, pero su mezcla de ingresos tuvo que cambiar: la entrega de cartas (antes su principal actividad) está en el tercer lugar, superada por los servicios de paquetería y el centro de llamadas que, en ese orden, son los dos principales rubros en importancia.
En particular, esta historia de negocios me parece fascinante. Un digno caso de estudio. Empresarios grandes y pequeños pueden sacar valiosos lecciones, como la importancia de identificar cuál es, en escencia, la actividad vital de su empresa. ¿Será acaso entregar cartas de papel? O más bien, proveer una extensa red logística, que permita hacer llegar todo clase de bienes físicos de un punto a otro, en un tiempo reducido, y con un costo razonable.
La siguiente lección, para mí, es entender cómo mi actividad principal, amenazada por un cambio tecnológico, puede insertarse o vincularse, precisamente, a esa nueva tendencia que está demostrando un mejor desempeño y amplias oportunidades a futuro. Al final, Internet y la mensajería instantánea, que parecían echar tierra sobre la tumba de los servicios postales, se convirtieron en sus redentores por medio de las compras en línea (el ecommerce).
Estas lecciones no solo aplican a empresas. También sirven para los trabajadores que se enfrentan a un mercado laboral que cambia a ritmo muy vertiginoso: el empleo formal tal cual lo conocemos será más escaso; la economía colaborativa permite organizar de forma distinta la prestación de servicios; las barreras geográficas e idiomáticas se vuelven difusas y la automatización de procesos destruye (modifica) muchos empleos y crea otros tantos.
Las escenas de Mario Ruoppolo en bicicleta, recorriendo su isla a través de cuestas pedregosas, con el mar, los riscos y acantilados de fondo, siguen vigentes, casi inalterables, en la retina. Las empresas, sin embargo, no pueden darse el lujo de quedarse inmóviles, pues el guión cambia a cada momento.