![](https://www.nacion.com/resizer/v2/IPAHDHU22VEPTPGXAKG77HJS3A.jpg?smart=true&auth=27054f72942d1c816ab5c124d013bcde6aedd66a67b3869be9e3da17c1028cab&width=3000&height=2000)
Costa Rica ha conseguido notables avances en materia de inclusión financiera. Esto obedece a políticas públicas impulsadas desde distintas entidades del Estado, al desarrollo del mercado financiero local y a las oportunidades que crea la digitalización de nuevos servicios y transacciones. Varios riesgos, en la forma de altas comisiones, fraudes electrónicos y sobreendeudamiento, amenazan este importante progreso.
El Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en su informe Microscopio Global de 2019, define la inclusión financiera como el acceso a un conjunto completo de servicios financieros de calidad, para clientes con capacidad financiera, prestados a través de un mercado diverso y competitivo. En este mismo estudio, donde se analizan las políticas de 55 gobiernos y sus organismos reguladores en la materia, Costa Rica mejoró 13 escalones y hoy aparece en el puesto 17.
Un servicio como Sinpe móvil, que permite transacciones pequeñas de dinero con ayuda del teléfono celular, alcanzó la cifra récord de un millón de transferencias mensuales, en diciembre pasado. Por otra parte, la encuesta sobre bancarización, de la Asociación Bancaria Costarricense, encontró mejoras en el acceso a los servicios financieros; en el 2015, el 63% de los mayores de 18 años tenían cuenta corriente o de ahorros, porcentaje que subió, a 76%, en el 2018.
Los anteriores, y muchos más indicios recientes, muestran que el binomio sistema financiero-tecnología, está permitiendo que más personas se bancaricen, y más allá de eso, que lo hagan con tecnologías de última generación: transacciones en tiempo real, pagos sin contacto, uso de chatbots, etc.
¿Qué podría poner barreras y cáscaras de banano en este camino? Las altas comisiones que impone el sistema financiero por los diversos servicios, por ejemplo. En varias ocasiones hemos abordado cómo las entidades financieras cobran tarifas entre $1,25 y $5 por las transferencias electrónicas de dinero entre bancos, aunque para ellas el uso de los sistemas del Banco Central implica comisiones por apenas una fracción; lo anterior, sin contar el bochornoso acuerdo entre varios bancos, que data de 1992, donde se fijaron las tarifas por las comisiones de intercambio (las que pagan los emisores de tarjetas cuando se usan los datáfonos de otro proveedor).
Ni qué decir de la seguridad en las transacciones. Si el sistema financiero se cimenta en la confianza de los participantes, este fundamento se extiende, también, a la seguridad percibida en los diferentes servicios transaccionales, los procesos internos y la atención al cliente. Los timos urdidos para robar a los clientes bancarios, operados desde “centros de llamadas” clandestinos (algunos ubicados en cárceles), son solo una pequeña muestra de cómo se puede socavar el ánimo de la población para adoptar mecanismos modernos que facilitan la inclusión financiera.
Por último, está la paradoja de la inclusión financiera, que se convierte, al mismo tiempo, en puerta de entrada y de salida al sistema. La apertura de cuentas bancarias permite la certificación de ingresos, de la capacidad de ahorro y consumo de las personas, algo que no en pocas ocasiones termina con el ofrecimiento de una tarjeta de crédito o un préstamo rápido, a veces mediante prácticas comerciales que pueden resultar muy agresivas. El abuso de estos mecanismos, en clientes de cierto perfil, puede terminar en situaciones de sobreendeudamiento y morosidad, y transformar un hito positivo (la bancarización de un sujeto), en una pesadilla que manche su historial crediticio y lo “expulse” por varios años del ámbito bancario.
La política pública tiene que encontrar los espacios para ayudar a cerrar las brechas de acceso a los servicios bancarios. Pero también, debe contribuir en la atención de riesgos potenciales para los usuarios, que a su vez son amenazas para el mismo sistema financiero.