
Cuando se empieza a hablar de un artista solamente con superlativos, las flores quedan ocultas por el espesor de los árboles. A cualquier cinéfilo le queda claro que Ingmar Bergman, el portentoso cineasta sueco, es un maestro, un genio de su arte. Después de decir eso, ¿qué queda?
Lo que suele perderse entre las conmemoraciones de un creador así es que detrás de los troncos más gruesos y los matorrales –una epopeya doméstica como Fanny y Alexander (1982), un poema filosófico como El séptimo sello (1956)– quedan todavía escenas, películas y documentos que pueden decirnos algo nuevo de una de las empresas artísticas más escrutadas del siglo XX.
Una flor: el rostro de la joven entregada al sol, exuberante en su belleza, en Un verano con Monika (1952). Un raro encuentro: la intensa confrontación de ansiedades de las tres futuras madres de En el umbral de la vida (1958), premiada en Cannes pero poco vista desde entonces.
Con algunas de sus obras más conocidas se corre el riesgo de obviar lo que subyace a lo impresionante: entre tanto alboroto en Secretos de un matrimonio (1973), tanta pelea y hostilidad, es fácil dar por sentado un brochazo maestro de actriz (Liv Ullmann) y director, que es tener a la mujer comiendo en el momento que su vida se quiebra, un gesto de domesticidad tan puro que amplifica el escándalo de cinco horas a su alrededor.

A 100 años de su nacimiento, Bergman no se encuentra en la misma posición que antaño, quizá porque los gustos han cambiado o porque se abusó de ciertas lecturas de su obra: la existencialista, ya muy estirada, o la psicoanalítica, tan ampulosa y abrumadora.
“Ingmar Bergman, un sofisticado lugar común de la cinefilia pretérita, una ostensible anomalía en el cine contemporáneo. ¿Qué sucedió? ¿Ya es parte del museo del cine?”, escribió hace unos días Roger Koza, a propósito del centenario (este 14 de julio). “Para varias generaciones de cinéfilos, Bergman ha sido un prócer distante de una cinefilia que no tiene asidero en el presente; para otros, se trata de un nombre ilustre del que se desconoce casi todo”.
¿Es así, a pesar de cátedras, publicaciones, restauraciones y montajes teatrales? Koza dice que no, y lo niega también la nutrida agenda que en múltiples ciudades europeas y americanas. La pregunta directa sería si tiene todavía algo que decirnos.
Un hombre serio
Ernst Ingmar Bergman nació en Uppsala en 1918, hijo de un severo pastor luterano, Erik Bergman, y Karin Åkerblom, una enfermera de buena familia. De cierto modo, su infancia no cesó: fue siempre la fuente de la que manaban los mayores placeres y temores explorados en sus películas. Hasta cuando se había “retirado”, siguió contando esta etapa de su existencia, dándole forma de guion y libro como Las mejores intenciones, filmada por Billie August en 1992.
Sus recuerdos de la época impulsan ejercicios de toda índole, como el dulce cortometraje El rostro de Karin (1984), donde examina la cara de su madre por medio de fotografías de todas las épocas. La cámara es tierna pero incisiva, y en cierto modo se percibe la impenetrabilidad de esa figura materna que tanto pesaba sobre el artista. El rostro de la mujer revela tanto como esconde: es hondura y superficie a la vez.

Esa paradoja alimenta uno de los hilos conductores del arte de Bergman. El rostro en su trabajo busca mostrar la vida que esos ojos han visto. “Soy un voyeurista. Mirar a alguien, ver cómo cambian la piel, los ojos, cómo cambian todos esos músculos todo el tiempo –los labios–... para mí siempre es un drama”, decía.
Ese paisaje, el más sobrecogedor de todos, une todas sus cintas, desde Crisis (1946) y hasta Saraband (2003), su testamento (murió en el 2007 en la isla de Fårö, Suecia).
Después de Sonrisas de una noche de verano (1955), premiada en Cannes, su éxito solo seguía ascendiendo. La alegoría existencialista de El séptimo sello (1956), donde un caballero juega ajedrez con la Muerte para salvar a una familia, lo había mostrado como un artista sin miedo a tratar los “grandes temas”. Fresas salvajes (1957), donde un profesor anciano repasa su vida mirándose en el espejo de sus seres queridos, lo había mostrado como un excavador de la memoria y de las relaciones humanas.
Era también, y a la vez, fácil de caricaturizar como un hombre gris e impenetrable. Ese ha sido uno de los acercamientos más comunes a su cine, si es visto solo como una colección de neuróticos e hipócritas.

No obstante, a sus personajes los somete tanto a la tortura como al ridículo; eso sí, el género cómico en sí le resultaba incómodo, y las películas de su primera década como cineasta tartamudean por la tensión no resuelta entre su nihilismo y la chispa cómica.
“Soy inmensamente feliz por haber descubierto la comedia como forma de expresión”, escribía Bergman. “Sin embargo, es un medio que exige un grado tremendo de precisión, ligereza y cuerpo”.
El teatro de la vida
Precisión, ligereza y cuerpo funcionan bien para abordar la obra de Bergman como tragedia y comedia, agonía y éxtasis.
En los años 60, después de la tibia El ojo del diablo (1960), Bergman aborda su cine con una rigurosidad inusitada. Profuso y consistente, explora la crisis de la modernidad: en ausencia de Dios y naturaleza, la voluntad humana queda sola, a cargo de darse sentido a sí msima.
Al volcarse a Dios –el de su padre–, Bergman encuentra silencio (como en Los comulgantes, donde un pastor falla en darle consuelo a su rebaño en una capilla rural, y El séptimo sello), una ausencia presente que angustia a sus personajes.
Como escribía el filósofo Leszek Kolakowski, si Dios está al tanto de nuestra experiencia, sabe del mal y del sufrimiento, y siendo así, ¿puede ser perfectamente feliz, sin necesidades ni carencias? Por tanto, o Dios es mudo, sordo y ciego, o Dios tampoco es feliz. ¿Qué esperanza vamos a tener nosotros?
La única esperanza imaginable sería la posibilidad de encontrarnos entre nosotros mismos y por nuestra cuenta. El tesoro perseguido del cine de Bergman es el contacto humano auténtico, desprovisto de máscaras.

Con frecuencia en el cine de Bergman, las parejas discuten sobre la hipocresía y sobre el peso de las palabras, atados al lenguaje para el reconocimiento mutuo y del mundo.
Aunque las manos toquen los rostros (Persona, 1966, Gritos y susurros, 1972, Cara a cara, 1976), no pueden comunicar mayor cosa; dependen del lenguaje, que es traicionero, a menos que tomen otra ruta peligrosa: el cuerpo. Es peligrosa porque pone al individuo en conflicto consigo mismo. Promete respuestas que nunca articula bien, ni con uno mismo ni con el otro: el deseo, por ejemplo, es un lenguaje sin diccionario.
Así, las hermanas Ester y Anna, en El silencio (1963) son dos caras de la misma moneda. Una es pura experiencia sensual del mundo, a la otra la asquea el cuerpo. “Es todo tejido eréctil y secreciones corporales”, dice Ester.
Todo esto es pesado y denso. Una crítica común a Bergman es que se regodeaba en esa dificultad, feliz de abrumar al espectador con los sufrimientos de sus pobres personajes. Puede ser aburrido y cacofónico; puede cansar. Pero no podemos ignorar la vivacidad evidente en las actuaciones de su tropa de actores, todos excelentes en apegarse al guion al tiempo que improvisando con aquel “drama” del rostro.
Liv Ullmann, Bibi Andersson, Ingrid Thulin, Max von Sydow, Erland Josephson, Gunnar Björnstrand, Harriet Andersson fueron esos intérpretes que, como la caravana de juglares en El séptimo sello, iban de cinta en cinta impregnándolas de pasión, deseo y carnalidad.
Bergman, que podía ser ácido, les daba pocas instrucciones. Los veía ensayar y decía: “Un poco más, un poco menos”. Y aún así, ¿hay enfermedad más vívida que la de la hermana destruida por el cáncer en Gritos y susurros? ¿Hay pavor más incendiario que el de La hora del lobo (1968)?
Nos dan placer sensual: el sol entre los árboles, en Fresas salvajes, o el baile en torno al árbol navideño y el descubrimiento de la magia de las imágenes, en Fanny y Alexander. Verlos actuar, en sí, ya es un deleite. De esto es capaz la ficción, pensamos; a esto podemos llegar para tratar de entendernos.

“Porque ahora vemos por un espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara”, promete San Pablo a los corintios. ¿Cuándo será ese entonces, en ausencia de Dios? Cuando nos veamos unos a otros, capaces de reconocernos así como somos. Eso buscaba Ingmar Bergman sometiendo a sus “rostros” a los extremos.
Si hoy nos parece solamente un histérico, quizá sea porque hemos cambiado. Nos falta el tiempo, vivimos de tensión en tensión, de cosa nueva en cosa nueva; todo urge y nada queda.
Un autor como Bergman, obcecado en picar la misma piedra a lo largo de medio siglo, puede parecernos anticuado, un modelo ya superado. O tal vez queremos seguir viendo veladamente. Siendo así, Bergman todavía tiene mucho que decir.