¿Quién soy yo y, dado el caso, quién es quién para escribir sobre ese gran realizador del genuino sétimo arte, Bernardo Bertolucci, con motivo de su muerte? ¿Por qué hacerlo cuando más bien se impone el más respetuoso silencio y un dolido sentimiento? Lo hago para recoger el pesar del que se impregna ahora el mundo del llamado cine-arte.
¿Quién soy yo y, dado el caso, quién es quién para escribir sobre ese gran realizador del genuino sétimo arte, Bernardo Bertolucci, con motivo de su muerte?
Aún recuerdo la inolvidable precisión y el nostálgico encanto de la secuencia sobre la muerte de Verdi en la película Novecento (1976), recorrido político por la Italia del siglo XX que narra la lucha del movimiento obrero italiano de 1901 a 1945.
No sé cuántas veces vi ese filme exhibido en dos funciones por su largo metraje. Puedo declarar, como si fuese un compromiso ético, que esa película me hizo “bertolucciano”.
Por Novecento se me hizo más vital la filmografía de Bertolucci; por ejemplo, la triste historia de Puyi, emperador de China coronado con apenas tres años de edad. Recuerdo aún aquella enorme fila en el cine Bellavista para poder ver dicha película tan premiada: El último emperador (1987).
Igual, me vibró de nuevo y de otra manera la conducta compulsiva de los personajes de El último tango en París (1972). El disgusto de otros me llegó cuando fui profesor de apreciación de cine en la Universidad Nacional, en Estudios Generales, y pasé ese Tango a mis jóvenes estudiantes.
Las protestas de algunos padres de familia llegaron al Decanato: los asustaba Marlon Brando, la conducta de su personaje, pero no era Brando: era Bernardo Bertolucci.
Ya tenía claro el panorama de dicho autor fílmico con su continuo cinematográfico. Ayudante primero, luego amigo y seguidor del gran Pier Paolo Pasolini, también cineasta italiano, Bertolucci se mostraba marxista y freudiano con su cine.
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Ese era el Bertolucci que había visto en El conformista (1970), según la novela de Alberto Moravia, sobre el fascismo. Era por igual el Bertolucci de tonos operáticos que, en La Luna (1979), se redimensionaba desde el cine brillante para hacer retratos crudos de la realidad.
Otros filmes suyos hube de encontrarlos en formas distintas a la pantalla grande. Es historia negativa: el cine de arte, poco a poco, llegaba cada vez menos a los cines del país.
Al público se le negaban nuevos filmes del gran Bertolucci, quien alguna vez declaró: “Creo que rodar una película significa poner un poco de orden en el caos que llevo dentro y al que temo, así hasta que el cine me da la oportunidad de liberarme de él, al menos en parte.”
Como el de Pasolini, el cine de Bertolucci puede ser lírico e, igual, mover al escándalo; a la vez, es simbólico entre el sexo y la política: cine dialéctico. En lo visual, siempre de secuencias refinadas, se nota la estética fílmica de un director culto y de creación, como el alemán Max Ophüls.
Bernardo Bertolucci nació en 1940, en Parma, y murió este lunes 26 de noviembre del 2018: manera última de darle orden al caos que llevaba dentro. Sin embargo, como dijo Robespierre, “la muerte es el comienzo de la eternidad”.