Entre 2014 y 2015, personas desconocidas comenzaron a llegar a las comunidades indígenas del Caribe norte de Nicaragua. En algunos lugares, todo empezó con la presencia de pocos hombres que ningún habitante local reconocía. Se acercaban con curiosidad, observaban, asistían a la iglesia, preguntaban, trataban de entender los horarios y rutinas de una población acostumbrada a vivir de la pesca, el trabajo en los bosques y la agricultura.
Hacia finales de octubre de 2015, aquellos desconocidos se convirtieron en un grupo de hasta 80 hombres armados con equipo militar, que irrumpieron en una pequeña comunidad ubicada en el territorio indígena Li Aubra. Tomaron el asentamiento por la fuerza e incendiaron las viviendas, muchas de ellas compartidas por varias familias.
Asesinaron a un hombre, capturaron y torturaron a otro, y el resto fueron forzados a abandonar sus casas y escapar. En medio de los disparos y cruzando el río Coco, en la frontera con Honduras, decenas de indígenas huyeron para salvar sus vidas.
Brisa Burcardo, periodista e indígena miskita —el pueblo autóctono más numeroso de Nicaragua—, recuerda desde el exilio los últimos momentos antes de que los “colonos” —como llaman a los grupos de invasores— tomaran el control de su comunidad. Asegura que lo ocurrido en su pueblo se ha repetido en muchos otros: de los 17 territorios indígenas del Caribe norte de Nicaragua, dice, 15 están hoy invadidos.
Aunque al principio la llegada de los colonos generó confusión, los ancianos de las comunidades sabían desde el inicio que el régimen Ortega-Murillo estaba detrás de la violencia. Ya habían vivido desplazamientos antes, en los años ochenta, durante el primer gobierno de Daniel Ortega, en una época conocida hoy como la Navidad Roja.
En ese momento, el Ejército Sandinista obligó a unos 8.500 indígenas a abandonar sus comunidades. Decenas fueron asesinados.
“Un colono vale más que un indígena”
Impulsada por el extractivismo, la dictadura hoy desplaza comunidades enteras y arrasa con los bosques en nombre del interés económico. Entrega concesiones a empresas locales y extranjeras —incluidas chinas— sin el consentimiento de las comunidades indígenas. A pesar de que existen dos leyes que deberían protegerlas, siguen destruyendo sus territorios y su cultura.
El Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL) señaló, desde 2019, también la presencia de capitales canadienses, australianos, británicos y colombianos, que incursionaban en los bosques para hacer minería, explotar los bosques y adueñarse de las producciones ganaderas.

Asimismo, el CEJIL destacó vínculos directos entre los negocios extractivistas en los territorios indígenas, las autoridades nicaragüenses y figuras políticas, incluido Ortega y miembros de su familia.
“Un colono vale más que un indígena”, repiten los propios invasores en las comunidades que toman por la fuerza. Hombres adultos buscan a adolescentes indígenas, abusan de ellas y, mediante uniones forzadas, reclaman derechos sobre sus tierras. Las comunidades viven asfixiadas por decisiones del gobierno que les impiden pescar libremente, trabajar en los bosques—como históricamente subsistían—, y a muchos les han retirado incluso sus documentos de identidad.
Una madrugada de 2023, tras años de denunciar la situación de los pueblos indígenas, Brisa dejó su hogar y emprendió el camino del exilio. “Cuando la policía ya te anda buscando, es porque o te encarcelan o te desaparecen”, dice. Sabía que estaba en la mira por exponer la violencia en el Caribe, y aquella noche salió con una mochila al hombro, sin mirar atrás.
“La invasión de colonos ha significado asesinatos, ha significado violaciones a mujeres indígenas, desplazamientos de comunidades enteras de pueblos indígenas. No necesariamente por alzar la voz en contra las violaciones a derechos humanos, por dar una noticia, por organizarse contra el régimen, no. Simplemente por defender tu tierra”, asegura Salvador Marenco, integrante del Consejo de Coordinación del Colectivo de Derechos Humanos Nicaragua Nunca Más.

No se sabe con certeza cuántas personas indígenas han huido hacia Costa Rica, pues no hay registros separados por origen geográfico ni étnico. La Fundación del Río estima que hasta 10.000 indígenas nicaragüenses se habrían asentado en la Gran Área Metropolitana y en zonas rurales del país.
Aunque aquí están lejos de la dictadura, enfrentan nuevas barreras: hablan un idioma distinto, practican otra religión, sus cosmovisiones son diferentes y deben afrontar lo que describen como su mayor desafío: el desarraigo. La ruptura con su entorno natural, al que están profundamente vinculados.
“Las personas indígenas somos las últimas en salir de nuestros territorios“, lamenta Brisa.
Abusos sexuales e invasión
“Dormimos con nuestros hijos e hijas amarrados al pecho, para que no se nos olviden cuando corramos de los hombres armados, por miedo”, rememoró una mujer nicaragüense exiliada durante un conversatorio en el marco del Día Mundial del Refugiado, el 20 de junio.
Durante los primeros seis meses de 2024, se registraron 643 casos de violaciones a los derechos humanos en territorios indígenas, según informó el Instituto sobre Raza, Igualdad y Derechos Humanos.
Olga es también una mujer indígena miskita. Ejercía liderazgo político y social desde distintas organizaciones. Uno de sus familiares fue asesinado por colonos frente a su esposa e hijos. La mujer de la familia fue abusada por los invasores, al igual que sus hijas. Desde el exilio, relató a Revista Dominical la realidad que vivió en su territorio.
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“A los niños y a las mujeres los amarraban, y les decían a las esposas que tenían que ver cómo torturaban y mataban a sus esposos. Las obligaban. Les apuntaban con un arma para que miraran todo”, recuerda Olga, cuyo nombre real se resguarda por su seguridad.

Olga era una figura reconocida en su comunidad, pues denunciaba lo que estaba ocurriendo, incluso si eso significaba salir a las calles y enfrentar a la autoridad. “La policía me conocía. Me amenazaron directamente, me dijeron que me iban a matar. Me lo dijeron en la cara, apuntándome con el dedo”, expresó consternada.
“En 2017 tuvimos confrontaciones fuertes dos o tres veces. Ahí mataron a un muchacho y a una muchacha, quedaron muchos heridos, yo me accidenté también. Tuve heridas en mis pies. (...) La policía reconocía mi casa, pasaban las patrullas, recibía amenazas. En los barrios había informantes del gobierno, ellos sabían quiénes eran opositores y ya los tenían identificados. No me sentía segura”. En 2021 salió del país con apenas tres mudadas y una chaqueta.
Hoy su voz se corta cuando recuerda su pueblo. “Poco a poco están exterminando la tierra indígena, los ríos, todo lo que hay, los recursos. Tenemos un gobierno que es inhumano. La gente indígena vivía feliz, con su cultura, su convivencia familiar”, reclama.
“Hoy la gente tiene miedo”, sentencia.
Revista Dominical conversó con otra mujer miskita a quien llamaremos María, pues en su territorio recibió amenazas directas por parte del régimen tras participar en una protesta y, por ello, prefirió mantener su identidad protegida.

Cerca de su comunidad, un allegado fue víctima de secuestro junto a tres indígenas más. Los cuatro, dice, fueron ejecutados por colonos por defender sus tierras. Recuerda, además, el caso de una vecina suya, de 73 años, quien fue violada por invasores y asesinada dentro de su propia casa.
“Tenemos la esperanza de que algún día Nicaragua sea libre, de que podamos volver. Pero si todo mejora y regresamos, las tierras ya están en manos de los colonos… ¿Dónde vamos a vivir?”, se pregunta desde el exilio.
En los últimos diez años, las comunidades indígenas han sufrido múltiples ataques. En abril de 2023, el medio El Confidencial reportó al menos 70 homicidios cometidos por colonos en la costa caribe de Nicaragua. Sin embargo, diversas organizaciones consultadas por esta revista coinciden en que esa cifra podría ser mucho mayor.
“Ahorita se calcula más de 80 personas indígenas asesinadas desde entonces (2015), sin contar las mujeres que han sido asesinadas a manos de invasores que el Estado lo pinta como si fuese un femicidio (...) muchos casos de asesinatos de mujeres no han salido a la luz y hay asesinatos de otras personas que no se han documentado”, afirma Brisa Bucardo, periodista miskita en exilio.
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Aunque las comunidades indígenas también se sumaron a las protestas de 2018, cuando se exigió la renuncia de Ortega, ya arrastraban años de constante violencia. La crisis política de ese año; sin embargo, agravó aún más la situación y llevó a las comunidades al borde de un “etnocidio”. Así lo denunciaron en julio de 2024 organizaciones defensoras de los derechos de los pueblos indígenas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

Legislación
En Nicaragua, dos leyes resguardan y reconocen a los pueblos indígenas y comunidades étnicas del Caribe: la Ley 445, Régimen de Propiedad Comunal de los Pueblos Indígenas y Comunidades Étnicas del Atlántico, y la Ley de Autonomía (28). Sin embargo, la dictadura ha hecho caso omiso a la legislación.
“Estas personas no indígenas invaden con la complicidad, con la falta de defensa de las instituciones del Estado. El régimen de Ortega-Murillo no ha querido concretar la última etapa de la ley 445, en la que deberían haberse saneado esos territorios”, afirma Amaru Ruíz, nicaragüense que preside la Fundación del Río, una de las más de 5.600 organizaciones clausuradas por la dictadura de forma arbitraria desde 2018.
Desde la Fundación y junto a comunidades indígenas, Ruiz denunció el incendio que arrasó con más de 5.000 hectáreas de bosque en la Reserva de Indio Maíz, en el Caribe sur de Nicaragua, en 2018. También denunció la masacre de nueve indígenas en el noreste del país, cometida por invasores de tierras y que el régimen atribuyó a “discordias” entre comunitarios. Ruíz vive en el exilio.
La ley 445, reafirma el compromiso ineludible del Estado de Nicaragua de responder a la demanda de titulación de tierras y territorios de los pueblos indígenas y comunidades étnicas.

Ruíz asegura que el Estado tiene la responsabilidad de identificar la situación de las personas no indígenas dentro de esos territorios para determinar quiénes podrían continuar habitando ahí, según la decisión de las propias comunidades indígenas.
De acuerdo con la denuncia que las organizaciones indígenas presentaron ante la CIDH en julio de 2024, el saneamiento de 23 territorios indígenas y afrodescendientes, donde se ubican 304 comunidades, que representan el 31.16% de todo el territorio nacional, no ha ocurrido.
Por el contrario, la dictadura busca modificar la legislación para continuar con la explotación de las tierras del Caribe. En abril de este año, por ejemplo, el régimen presentó en la Asamblea Nacional un proyecto de ley de Áreas de Conservación Ambiental y Desarrollo Sostenible, que busca alterar el marco legal que regula las áreas protegidas.
“Eso es una de las cosas que el régimen está preparando: cambiar y reconfigurar la ley para poner por encima los intereses económicos sobre los intereses ambientales y de las comunidades indígenas y campesinas”, dijo el presidente de la Fundación a Revista Dominical.
Por otro lado, aunque la Ley 28, en vigor desde 1987, establece estructuras de organización y autonomía política para las comunidades autóctonas del Atlántico, el régimen también se ha encargado de desarticularlas y apropiarse de sus espacios.
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En febrero de 2024, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) señaló la ausencia de condiciones para la realización de elecciones regionales libres, justas y competitivas, “en un contexto de cierre del espacio cívico, represión estatal, asedio policial y la militarización en los territorios indígenas y afrodescendientes de la Costa Caribe”, para renovar los cargos de 90 autoridades de las regiones autónomas.
La estrategia represiva hacia los movimientos indígenas y afrodescendientes críticos al gobierno culminó con la cancelación de la personería jurídica del partido indígena Yapti Tasba Masraka Nanih Asla Takanka (YATAMA) y la toma de sus instalaciones en octubre de 2023.
Además, el régimen detuvo al diputado de la Asamblea Nacional y presidente de dicho partido, Brooklyn Rivera, y a la representante legal y diputada suplente, Nancy Elizabeth Henríquez. Ambos líderes miskitos permanecen encarcelados y se desconoce su estado.
Tras años de violencia, ¿qué les espera a los indígenas del Caribe cuando puedan regresar a sus tierras?