“Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”, dice el poeta. Lo que no dice el poeta es que no todo pasa, ni se queda, a la misma velocidad.
Pasamos nosotros, cuya vida, en el tiempo, es precaria: muy frágil y muy corta. Y quedan algunos de nuestros productos, algunas de nuestras obras. Quedan los monumentos y los edificios, que logran, con mayor o menor fortuna, sostenerse en el tiempo.
Casi 12.000 años tiene el más antiguo de aquellos; menos de 5.000 años el más viejo de estos. Y también, al menos algún tiempo, quedan las instituciones. Esas entidades que nos permiten organizarnos y operar socialmente en forma más eficaz que nuestros antepasados. Que brindan estructura, normas y orden a una vida que sería, de otro modo, más dura y brutal.
Iglesias, universidades y gobiernos son buenos ejemplos de ellas.
Y quedan, sobre todo, las ideas que impulsaron esos monumentos, esos edificios y esas instituciones. Las ideas permanecen por la sencilla razón de que, sometidas al crisol de los años, zarandeadas en debates y discusiones sin fin, logran superar la prueba del tiempo si, y solo si, se nos muestran útiles generación tras generación tras generación.
Cuando lo logran, permanecen. Y las preservamos y las cobijamos y las prohijamos y las promovemos porque las hemos encontrado valiosas una y otra vez. Así por ejemplo, la idea atómica de la materia, como explicación de la estructura de nuestro universo. Así la idea del logos o de la razón como instrumento de dilucidación de verdad.. Así la idea de democracia, o el ius gentium, o los Derechos Humanos.
Esto solo es posible cuando las ideas se someten al libre escrutinio y a la libre discusión.
Porque las ideas, a diferencia de las personas, no gozan de ningún tipo de fuero especial: pueden, y deben, ser debatidas, cuestionadas, discutidas, argumentadas, refutadas y, mofadas.
Porque, solo cuando han logrado sobrevivir a esas burlas, cuestionamientos y contradicciones, las ideas pueden llegar a ser abrazadas generación tras generación. Y por eso resulta triste, hoy en día, ver que, en ciertos ámbitos, comienza a cuestionarse la libre discusión de las ideas.
Las ideas viven entre diferentes extremos de verosimilitud, consenso y utilidad. En un extremo están las ideas que se someten a la piedra de toque de la ciencia, donde solo es temporalmente cierto lo que no se ha demostrado aún como falso. En ciencia, mediante la libre argumentación y la presentación de evidencia, se determina qué es lo cierto.
Decía Abraham Lincoln que se puede engañar a algunos todo el tiempo y a todos algún tiempo, pero no a todos todo el tiempo. En ningún lugar se aplica mejor ese aserto que cuando se habla de ciencia.
Por otro lado están las discusiones y las ideas que venimos debatiendo, sin fruto ni producto útil, por siglos, y que podremos seguir debatiendo por siglos aún sin que produzcan nada especialmente útil, ni mucho menos cierto. Por ejemplo la idea de que mi Dios es mejor Dios que el tuyo.
Y en el medio, entre la ciencia y las creencias y los valores, están aquellas ideas que tienen que ver con la forma en que los humanos nos organizamos, social y políticamente, y decidimos vivir.
Ahí estamos siempre a caballo entre, por un lado, las creencias y los valores que tenemos cada uno de nosotros (normalmente vinculados a ideas religiosas o concepciones de la vida y del sentido de la existencia) y, por otro lado, aquellas ideas que provee la ciencia o que pueden, cuando menos, someterse a algún tipo de contrastación empírica (normalmente porque ya alguien lo ha probado, proveyendo evidencia de que funcionó o de que no lo hizo, en determinado contexto, o porque podríamos, eventualmente, y si quisiéramos, ponerlas a prueba).
Este es el terreno de las mal llamadas “ciencias sociales” y de la acción política.
Y es en este ámbito, precisamente, donde el debate de las ideas es más necesario que en ninguna parte. Ahí es donde tenemos que poder poner las ideas sobre la mesa, aportar la evidencia y explicitar los valores que nos mueven. Y los intereses, que también los hay, porque esto no es un coro de ángeles.
Y ponernos de acuerdo sobre lo que estimamos conveniente para todos y cada uno de nosotros como sociedad.
Pero, en estos últimos y tan aciagos tiempos, estamos asistiendo perplejos al espectáculo de personas que nos dicen que hay temas de los que no se debe hablar, o de los que no es conveniente hablar, o que hay opiniones que no es conveniente tener, porque van en contra de los credos, o de los asertos, o de los valores, de un determinado grupo o colectivo, lo que hace esta “corrección política” más triste y deprimente es que sucede, en muchas ocasiones, en el ámbito de la Academia, en el que la idea de la libertad de cátedra está, precisamente, en el esencia misma de la institución.
Cuando en una academia (o en cualquier contexto, la verdad) se le impide a una persona opinar sobre un tema de esta naturaleza (verbigracia, si las diferencias humanas tienen un mayor componente biológico que cultural; o si las diferencias salariales entre los sexos son un producto de la economía; o si el sexo es algo tan fluido como para que cada uno se identifique como quiera y esto tenga consecuencias legales; o si pasamos de la protección de los débiles a la creación de nuevos privilegios; o si la gente es vaga por naturaleza y va a a dejar de trabajar si se le provee una renta universal; o si …) nos estamos haciendo un daño enorme como sociedad. Y deberíamos comenzar a preocuparnos.
Sobre todo porque muchos de estos interdictos provienen de personas que, socapa de progresía, están contribuyendo a gestar un nuevo autoritarismo que quiere definir de qué se puede hablar y de que no, qué opiniones se pueden sustentar y cuáles no.
Cuando esto ocurre, estamos a las vísperas de las quemas de libros, a las que siguen las hogueras en las que se queman ya no libros. Y nos colocamos en la antesala de la muerte de la democracia liberal, valiosísima institución, núcleo de nuestro modelo de convivencia, cuya esencia consiste, precisamente, en arbitrar la capacidad de disentir, de discrepar y de argumentar.
Por eso las asambleas en las que se legisla se denominan parlamentos: porque para eso están, para discutir, para poner a contraste las ideas y para decidir, entre todos, lo que consideramos mejor. Ni hay, ni debería haber, opiniones prohibidas o tabú.
Todos los temas deben poder estar sobre la mesa.