Para todo el bullicio que inunda las calles de Cahuita en temporada alta, el ingreso al parque nacional resulta muy silencioso. Un día de marzo, hace 300 años, una de las historias más dolorosas de Costa Rica naufragó aquí frente a la costa. Nada lo advierte por ahora.
Conforme uno se aleja de la entrada, se van apagando las voces de turistas, que se dispersan por el camino, y como bien sabe quien ama el mar, las olas empiezan a acompasar la respiración. Desde un barco que se aproxima, el Caribe de Costa Rica es una rayita blanca tupida por una espesa melena verde. Así debieron verlo, hace tres siglos, cientos de personas que, exhaustas, no sabían a qué tierra venían, pero firme al fin.
Hay que caminar un rato para llegar a un punto muy particular en la orilla, “ahí donde se ve un árbol más alto que los demás”, me dice un guía. La superficie del mar es plácida, y en un buen día se puede observar desde un bote un promontorio curioso, inusual aun cuando los corales y las rocas y las algas forman patrones tan simpáticos a lo largo de toda la costa.

Descansa algo distinto allá abajo, no tan profundo. El yacimiento se extiende en total unos 1.475 metros cuadrados y se ubica a 310 metros al oeste de Punta Cahuita. Se llega mejor en bote, aunque por ahora no cualquier guía podría contarle toda la historia. En abril de este año, se confirmó que aquellos restos, una acumulación de madera, ladrillos, metales enrevesados y demás sedimentos no eran los barcos piratas de los cuentos ni los galeones que contaban los mayores.
Allí, en pleno parque, entre frágiles arrecifes, pececillos alborotados y el vaivén de la arena, se encuentran algunas señas de lo que hoy denominamos Costa Rica. Hace más de 300 años, bajo las llamaradas de marzo, naufragaron aquí dos barcos que venían de Dinamarca, vía África, tras muchos meses de hambre y sed. Traían una carga preciosa, espantosa: cientos de seres humanos que, arrancados de su tierra, echarían raíces en un continente largo, raro e inmenso.
Aquellos restos bajo la arena, podemos afirmar después de décadas de especulación, son el Fridericus IV y el Christianus V, naves diseñadas para el comercio que terminaron convirtiéndose en buques esclavistas. Su misión les trajo fin el 4 de marzo de 1710, frente a Cahuita; así es como se preservaron hasta hoy.
La confirmación científica definitiva de la identidad de los buques se anunció gracias a una expedición acompañada por los buceadores del Centro Comunitario de Buceo Embajadores y Embajadoras del Mar (CCB), locales de Cahuita, coordinada por el Museo Nacional de Dinamarca en setiembre de 2023.
No es tan común confirmar con tal certeza los restos de los barcos esclavistas del Atlántico, que transportaron hasta 12 millones de seres humanos entre 1500 y 1870, con millón y medio de muertes de camino, según el historiador Robin Blackburn. Más infrecuente aún es saber quiénes venían a bordo.
Pero esta historia es distinta. El naufragio en Cahuita es inusual por la profusión de archivos al respecto: cuentas, actas de juicios, reseñas, documentos... Nos recuerda con triste contundencia que la historia afrocostarricense empezó siglos antes de la historia habitual del ferrocarril a Limón a fines del siglo XIX, empresa que trajo miles de trabajadores de las islas caribeñas. Desde que Costa Rica empezó a ser tal cosa, ya lo africano le daba forma.
Sabemos tanto de estos barcos que, a la vez, conocemos que hace una semana descansó en paz, en Cartago, una descendiente de quienes vinieron en el Christianus. Se llamaba Celia Navarro Luna y tenía 103 años. Así de preciso: una cuerda que vibra tres siglos más tarde en un barrio cartaginés y empieza a cantar.
Ahora confirmamos su identidad, porque hace una década un puñado de chiquillos del Caribe quería aprender a bucear.

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En el fondo del mar
La primera vez que Maraya Jiménez buceó, sintió que se adentraba en otro universo. Ha estado en el mar desde que tiene memoria: nació en Cocles, y su papá desde chiquito ha pescado; su pasión por el océano la heredó a sus hijas.
“Es una sensación increíble ver los peces y sentirse parte de ese entorno... y saber que, al fin y al cabo, somos uno solo, somos parte de un ecosistema y lo que hacemos influye mucho”, recuerda la joven.
Tenía quince años. Había terminado allí, con tanque y máscara, por amigos de infancia y por un concurso de oratoria sobre la diáspora africana que despertó su curiosidad por el pasado. Diez años más tarde, es la presidenta del Centro Comunitario de Buceo Embajadores y Embajadoras del Mar. Esta semana dio un discurso sobre su trabajo en la Casa Amarilla.
El CCB es una organización no gubernamental que ofrece clases de buceo, arqueología y el estudio de la zona, muchas para niños de la comunidad, y es conformada por chicos y chicas de la zona de Cahuita y alrededores, fundada en 2014 por jóvenes que terminaron formando parte de una insospechada aventura arqueológica.

Las señas están cerca. Maraya nos habla en la Casa de la Cultura del Calypso, espaciosa y pintada de verde, que exhibe fotos de las expediciones a los barcos daneses. Vemos algo de la belleza subacuática del parque, rostros radiantes de los buceadores y, en discretas vitrinas con cintillos de papel movidos por el viento, objetos recuperados del fondo del mar.
Algunos los donaron familias que los resguardaron por décadas. Otros emergieron en las inmersiones del CCB.
Una bala de cañón.
Una botella con una cinta aún asida al cuello.
Trozos de ladrillos de barro.
Botellas sobre las que el mar ha dejado rastro.
Y una manilla o “esclava”, antigua forma de dinero que se utilizaba para comprar esclavos en África, presuntamente recuperada de Cahuita en 1970.
Cualquiera podría pasar frente al discreto salón, donde se filtra un poquito del calor externo, donde algunas gotas de lluvia caen al suelo, y jamás pensar en objetos así, justo al lado de la calle.
“El deseo de ser parte de esto era poder darle (a la comunidad) una hoja escrita de una verdad que no ha sido contada, porque estamos acostumbrados a que no hablen sobre nuestras costumbres, nuestras tradiciones, sobre dónde venimos, a que sea como un secreto la historia afrodescendiente en una provincia donde la mayoría es afrodescendiente”, explica Maraya.
La visita de arqueólogos de Estados Unidos en 2017 había adelantado parte del trabajo, a la vez que les brindaban herramientas a los limonenses para explorar su hogar. Un experto japonés permitió medir el terreno. Otras expediciones a lo largo de los años habían ido acumulando información.
En 2023, tras onerosas dificultades, vinieron los expertos de Dinamarca, cuyos análisis de maderas, botellas, pipas y más elementos hallados por el equipo, aunados a extensas indagaciones académicas previas y los hallazgos del CCB, nos ayudan a saber que el Fridericus y el Christianus encontraron el fin de su periplo allí donde los turistas solo fotografían aves y monos.
Algunos de los hallazgos relevantes los hicieron los chicos del CCB, que fungieron como guías y colaboradores: lo que llamamos ciencia ciudadana. “Entendemos que (los buceadores de Cahuita) pudieron encontrar esas cosas porque están acostumbrados a los relieves, los colores y las formas del mar en el que conviven”, dice Maraya.
Pete Stephens Rodríguez, de 24 años, es de Puerto Viejo e inició pronto con los aficionados al buceo. En 2014, sus primos Anderson y Kevin Rodríguez Brown, pioneros del CCB, participaban en una caza del pez león, organizada para celebrar las tradiciones pescadoras de la zona. Allí conocieron a María Suárez, una periodista puertorriqueña de 77 años que lleva décadas viviendo, pescando y organizando actividades en el Caribe.
María les preguntó qué querían hacer, cuál era su anhelo. Y los chicos, que veían a mayores y turistas adentrarse en las olas, le respondieron que bucear con tanque. Es caro, es difícil y lleva mucho tiempo. Poco a poco consiguieron recursos, un profesor, y de repente flotaban entre peces y rayas.
“Es imposible decirlo con palabras, pero esas primeras inmersiones me hicieron saber que yo quería hacer justamente eso, bucear”, dice Pete. María les contó del barco. Lo fueron a ver. María les recomendó lo que cualquier periodista: pregunten.

“Lo primero que se nos vino a la mente era Piratas del Caribe. Lo único que uno podía imaginar hasta que llegamos al lugar y fuimos en bote. Todos estábamos demasiado emocionados, no teníamos ni idea de lo que nos íbamos a encontrar", recuerda Pete.
Dieciséis cañones. Un ancla inmensa, más visible. Evidencia de dos barcos que, extraviados de su camino original a la colonia danesa de Santo Tomás, habían caído al fondo tras un violento amotinamiento y un incendio. Objetos amontonados que, a ojos sin entrenamiento, todavía no significaban nada.
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Del pasatiempo a la arqueología
Desde los años 60, algunos buceadores habían identificado lo más prominente del pecio, y era cosa de leyenda para muchos de los pobladores más antiguos de la zona desde que Cahuita se constituyó como pueblo. Algunos hablan con reverencia de sus ancestros allí preservados; otros ven luces de noche.
“En ese tiempo se hablaba, pero no había tanta curiosidad como ahora”, recuerda Joseph Spencer, descendiente de jamaiquinos que hicieron casa aquí a inicios del siglo XX. “Antes se contaba como una historia, como una novela”. Los “galeones” estaban cerca del viejo muelle, donde hasta los años 70 algunos pescadores guardaban sus botes.
“Ahí siempre se vieron los galeones y las balas de cañón y había muchos artefactos, incluso rifles, me acuerdo yo que había”, afirma Justo López, quien creció por aquí en los 70 y ahora recibe a los turistas con su chaleco, binoculares y sombrero.
Algún extranjero que vino y vio algún rifle se lo llevó, mucha gente que tenía objetos en sus casas se los vendió a turistas, según el guía. “Yo sacaba balas de cañón, pero a veces estaban como tres balas ya pegadas con el coral y se rompían cuando uno trataba de limpiarlas”.
Decían que eran galeones españoles, incluso “de la época de Cristóbal Colón”. Otros afirmaban que se trataba de barcos piratas, que antaño pululaban en la zona. No era improbable: por aquel entonces, esta costa vivía en disputa, entre alianzas, traiciones, asaltos y tratos de indígenas, miskitos, africanos liberados en la costa, españoles, ingleses y cuanta gente viniera a parar al confín de América (la exigua población de Costa Rica se concentraba en el Valle Central).

La historia de ambos buques se conoce muy bien gracias a la ardua labor de historiadores de Costa Rica y otros países. Se sabía que los barcos daneses habían naufragado en alguna zona cercana, tal vez en Nicaragua, pero el mar todo lo pudre. La madera es la primera en perecer. Cualquier otro material pronto se vuelve hogar de sinfín de organismos, que lo corroen o lo ocultan, y si no es una zona cercana o visitada, pocos podrían identificar mayor cosa allá abajo.
El Fridericus y el Christianus, desviados de su ruta a la colonia danesa de Santo Tomás, terminaron en Providencia, frente a Nicaragua. Ya no tenían muchos alimentos ni agua. La enfermedad se extendía por la tripulación y por las personas esclavizadas, apretadas entre estrechos tablones. En la pequeña isla de Santa Catalina, toparon con pescadores de tortuga jamaiquinos que les dieron carne. Los capitanes calcularon que no podrían enderezar el rumbo y se dirigieron a Portobelo. Entonces llegó la tormenta.
Conocíamos los relatos, pero faltaban las pruebas físicas. En 1981 había ocurrido una primera expedición formal por la Universidad de Florida. En 2015 y 2017, en el CCB realizaron exploraciones acompañando a estudiantes de East Carolina University en trabajos de campo, jefeados por la historiadora y arqueóloga Lynn Harris. El intercambio era claro: los estudiantes americanos recibían hospedaje y el permiso de explorar, pero debían enseñar métodos y conceptos a los buceadores del centro comunitario.
Pete recuerda que en la segunda semana de trabajo, se sumergieron con la cabeza llena de información y métodos para medir y localizar elementos de interés. Así, emergieron ilusionados con su primera botella. “Las botellas cebolla de esa época, cuando uno las soplaba, se les hacían unas burbujitas en el vidrio, lo cual nosotros lo vimos, después de tanta teoría, y estábamos fascinados”.


Pero les dijeron “We saw it yesterday”. Se irritaron un poco, dice Pete. Chequearon una y otra vez las zonas marcadas. “Había tantos corales, mucho coral, cacho de venado, que se parecían tanto a todo lo que había bajo el agua”, añade. Así empezaron a hallar un objeto tras a otro, a compartirlos con los estudiantes de arqueología, y a demarcar una zona que parecía cada vez más rica en objetos históricos.
“Si estos son los restos de las dos fragatas danesas, los descendientes de los africanos esclavizados liberados pudieron haberse asimilado a las comunidades miskitas locales, haber sido reesclavizados en el Valle de Matina u otras partes de Costa Rica, o haber sido capturados por piratas y llevados a centros de distribución principales como Jamaica o Portobelo”, concluye el artículo académico de Harris, publicado en 2020.
Era difícil, pero había que realizar una excavación exhaustiva para corroborarlo.

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Un viaje estremecedor
El 17 de marzo de 1709, a diez mil kilómetros de Cahuita, arribó al Fuerte Apolonia, en Ghana, una pareja de barcos salidos de Copenhague a finales de 1708. Al día siguiente, sus tripulantes adquirieron un poco de oro y los primeros cuatro esclavos de un viaje que duraría un año más. Su tripulación danesa acabaría muerta o en desgracia; las personas esclavizadas a bordo fallecerían de camino o serían vendidas al otro lado del Atlántico tras un viaje pobre y caótico.

Así lo detalla Russell Lohse en Africans into Creoles (2014), una exhaustiva historia de la esclavitud en Costa Ria colonial que comienza con el viaje del Fridericus IV y el Christianus V. Ambos buques pertenecían a la Compañía Danesa de las Indias Occidentales y Guinea, que desde 1671, bajo el Reino de Dinamarca y Noruega, operaba el tráfico de esclavos desde África Occidental hasta sus colonias azucareras del Caribe.
Los barcos peregrinaban por los puertos de África Occidental intercambiando bienes europeos como textiles y armas por cautivos, oro, marfil y alimentos. Cabecillas africanos de toda índole daban a cambio también prisioneros de guerra, mujeres y niños, capturados en guerras o incentivados por el comercio con los europeos. Sus viajes al interior de los puertos estaban plagados de violencia y enfermedad; muchos no sobrevivían al camino.
El Fridericus y el Christianus llegaron a Christiansborg, fuerte danés en Accra, Ghana, en medio de una batalla entre reinos africanos por el control del comercio. Cortos en la cantidad de esclavos requeridos por sus contratos, los capitanes decidieron continuar navegando a lo largo de la costa para ir recogiendo todo lo requerido. La prolongada travesía y la espera en varios puertos fueron drenando los suministros y fomentando la enfermedad.
Tanto la tripulación como los esclavos estaban inquietos. “Las limitaciones de espacio obligaban a apilar los cuerpos en estrecha proximidad sobre las plataformas, lo que a menudo provocaba que, por la fricción del movimiento del barco, se les desprendiera la piel en codos, caderas y hombros”, escribe Lynn Harris.
Una inevitable rebelión estalló entre el 14 y el 15 de setiembre de 1709, frente a Keta (Ghana). Algunos hombres lograron herir a dos daneses, quienes pronto aplastaron la revuelta. Según recuenta Lohse, cortaron la mano derecha del líder y la mostraron a sus compañeros; luego la izquierda, y finalmente la cabeza. Colgaron sus restos sobre cubierta para aterrorizar a los demás, a quienes torturaron a latigazos y frotando sal y ceniza en sus heridas.
Cuesta escribir e imaginar escenas tan cruentas. La piel se estremece. La quietud del mar se vuelve un abismo profundo que se traga todo.
Pero esa fue la historia de millones de personas y, entre ellas, unos 600 que zarparon hacia el Caribe en el Christianus y el Fridericus. Antes de incluso alejarse de África, muchos ya habían muerto, y para espanto de los que permanecían a bordo, los alimentos y el agua se iban agotando.
De modo que para cuando se acercaron a las costas de Nicaragua, todos estaban exhaustos. Un capitán demasiado joven, una tripulación inquieta, una ruta errática... Tras una tormenta que los desvió de nuevo, frente a Cahuita, estalló un nuevo motín. Los marineros exigieron al capitán dejar a los esclavos en la orilla y repartirse la comida. Accedió, pero no fue suficiente. El motín culminó con el incendio del Fridericus, y esa es la razón por la que los ladrillos, que viajaban al fondo, se depositaron ordenadamente en la arena. El Christianus reventó en el oleaje.
Algunos de los esclavos fueron llevados a Portobelo. Otros se perdieron en el tiempo y presuntamente se mezclaron con miskitos o quién sabe. Pero 105 llegaron entre matorrales a Matina, por entonces asentamiento disperso en plantaciones de cacao y puestos de vigía militar, que llegaría a 200 habitantes apenas en 1752, según la historiadora tica Elizet Payne. Fueron recapturados.
Ese centenar fue llevado a Cartago, donde empezaría otro capítulo para su historia y para Costa Rica.

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Recogiendo pruebas en el mar
Los principios de la arqueología submarina son los mismos de la terrestre... pero más complicados. Imagine tirar un alfiler al mar y esperar encontrarlo varios siglos después. Aún más, lo tiró, pero una vez que lo encuentra, debe procurar alterar lo menos posible el entorno —el agua en el que flota, que lo empuja, las piedras y corales que roza sin querer— y medirlo todo.
Había un reto más: en Costa Rica no existía el marco regulatorio adecuado para una expedición así, pero sí los compromisos internacionales de preservación, tanto arqueológica como de los amenazados corales, en un área protegida como Cahuita. David Gregory y Andreas Kallmeyer Bloch, a cargo de la exploración de setiembre de 2023, concuerdan en que es posiblemente la más difícil que han hecho.
La burocracia fue el primer obstáculo. Requirió consultas, cambios, permisos, tantos que Gregory dice que estuvo a punto de tirar la toalla como jefe de misión. No era papeleo inútil; es que las condiciones eran particulares. “Costa Rica está muy por delante del resto del mundo con respecto a que el patrimonio se valora como tal, ya sea natural o cultural”, contó Gregory por Zoom, desde otro sitio arqueológico en Dinamarca.

Ya llegados al mar, se sumergieron, en ocasiones acompañados por los miembros del Centro de Buceo, quienes fungían también como custodios de la delicada operación. La excavación se detuvo varias veces porque tenían que asegurarse de no perturbar los corales ni causar ningún daño al sitio ni al entorno natural.
“Para ser honesto, eso hizo que el trabajo fuera muy estresante”, relata Gregory. “Cuando bajó Andreas conmigo, empezamos a encontrar algo de carbón y pensamos: ‘Esto parece madera’. Luego llegamos al naufragio propiamente dicho y, de pronto, vimos unas vigas. Fue un gran alivio”.
Tres elementos extraídos fueron la clave: muestras de madera, de ladrillos y pipas de arcilla. Los análisis dendrocronológicos (fechado por anillos de crecimiento) de la madera de roble mostraron que provenía de la parte occidental del mar Báltico, y que el árbol fue talado entre 1690 y 1695. Presentaba rastros de quemado, concordante con los relatos del incendio.
Los ladrillos, por su parte, resultaron idénticos a los utilizados en Dinamarca y sus colonias, y más pruebas confirmaron que provenían del fiordo de Flensburg, activo en la producción de arcilla hasta el siglo XVIII. Finalmente, las pipas eran holandesas, pero no solo tenían marcas concordantes con el Fridericus, sino que eran de un tipo elaborado solo durante un breve periodo antes de la botadura del barco.
Para los arqueólogos, fue una experiencia de aprendizaje por el cuidado requerido, no solo por el país, sino por convenios que ha suscrito la Unesco. “En Dinamarca tenemos miles y miles de naufragios que, por así decirlo, excavaríamos de una manera más brusca. En cambio, este no es nuestro. No nos pertenece”, dice Kallmeyer. “Pertenece a Costa Rica y pertenece a la gente local. Así que creo que fuimos mucho más cuidadosos de lo que seríamos en cualquier otro lugar”.
En las fotos de la expedición, siempre se ve una sonrisa. Parecen felices de compartir ese momento tan delicado, los limonenses y los extranjeros. “Siempre que pienso en eso, el corazón se me pone a palpitar otra vez, recuerdo los momentos cuando estuvimos haciendo la búsqueda, los hallazgos...”, confiesa Pete con voz brillante.
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Ahora la comunidad de Cahuita es responsable
Johssie Grant vive en una cálida casa detrás de las calles principales de Cahuita. Desde que uno cruza el portón ya huele al pan bon muy cargado que vende. Nos sentamos en el corredor y ella sirve café. En abril, quiso ver completa la transmisión de los hallazgos, ocho horas que, con ayuda de la Uned, el Centro de Buceo utilizó para dar el recuento más minucioso de la aventura.
“Me interesaba por el hecho de que se podía encontrar algo más profundo de cómo nosotros estamos y llegamos acá”, cuenta.
Claro que los mayores relatan los hechos de 1915, cuando el presidente Alfredo González Flores naufragó frente a la playa y los pobladores lo rescataron y atendieron. También las historias caribeñas de quienes llegaron el siglo anterior y, mucho más atrás, los relatos urdidos desde África. Pero los barcos aparecían, al lado de todo, como una nebulosa.
El abuelo de Grant vino con el Ejército de Salvación de Estados Unidos y se casó con una mujer indígena del Valle de la Estrella. Ahora estamos aquí en el pasillo, sentados, y así sería en cualquier casa de Cahuita, entretejida por migrantes, viajeros, locales, aparecidos, desaparecidos. Un pueblo cargadísimo de historias como el aromático pan bon, pero que se fue desmoronando con la caída del cultivo de cacao, las ventas de terrenos, las oleadas de inseguridad en la provincia...
“En una época Cahuita era un lugar lindo, pero la historia se quedó como en una burbuja... y ahora con esto, la burbuja vuelve otra vez”, dice Grant. “Y es lo que yo siento que vale la pena: ya los de esta generación, menores que yo, pueden saber, pueden agarrarse a eso, para aferrarse a este lugar”, piensa. Para ella, es parte de lo que puede revitalizar Cahuita. “Aquí hay caridad, aquí hay estimación, hay valoración. Hay tantas cosas que son como un tesoro abstracto. Un tesoro que no se ve, pero sí se siente”.
A quienes le tocará cuidar esas joyas es, claro, a los más jóvenes, entre quienes se cuenta el hijo de Grant que se sienta a acompañarnos en el corredor. Bentlin Villalobos tiene 33 años y es líder comunitario. Explica que hay tres posiciones en torno a lo que debe ocurrir ahora con el manejo del yacimiento arqueológico en el parque nacional, único por su cogobernanza comunitaria.
La primera es de conservación y que se mantenga “muy íntimo” en la comunidad. Otra opción es la explotación turística, aprovechar el “boom”. Un punto medio es conservarlo, pero querer que se conozca la historia con respeto, que no sea solo por dinero. Es algo que han discutido en los organismos comunitarios.
Es normal que haya recelo en comunidades de la zona, donde la actitud usual es el universitario o empresario o político o periodista, incluso, que llega, extrae lo que requiere, y no regresa nada a la gente. “Tal vez para las nuevas generaciones sea un poquito más fácil, pero para los de antes es más complicado. Aparte que hay que tomar en cuenta de que estamos viendo un mundo que va superacelerado”, dice Bentlin.
En sus sueños está la posibilidad de hacer un museo, además de continuar educando a nuevas generaciones a que esparzan la información y que se vuelva autosostenible. “No todo se puede hacer de la noche a la mañana; sin embargo, se está empezando a tocar puertas”, dice. “Me llena de orgullo vivir en un lugar así y saber que mi familia es de un lugar tan característico, tan único, tan importante”.
El Museo Nacional, que ayudó en la supervisión de la exploración e incluso mandó a formar un funcionario en el tema, sigue de cerca lo que ocurrirá aquí, por el modelo de participación comunitaria que pregona. “Lo que yo veo en ellos es que hay una organización interna muy fuerte y una cohesión que los ha logrado sostener y ha generado todo esto”, celebra la directora del museo, Grettel Monge, quien afirma que corroboraron que la indagación se hiciera bajo normas internacionales.
Cuando eventualmente se abra el pecio a visitas turísticas, algo que tienen claro en el Centro de Buceo es que deberán realizarse con respeto. María Suárez dice que, cuando han hecho eventos formales y las excavaciones, han tomado un minuto de silencio en conmemoración de los fallecidos.
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Un último eslabón
El devenir de las 105 personas esclavizadas que capturaron en Matina los lleva a Cartago, donde se dispusieron a la cruel venta por el gobernador local. Para esa época, bullían revueltas indígenas en Costa Rica, pues se extraía a muchos de las comunidades para el cultivo de cacao, relata la historiadora Rina Cáceres.
“Teníamos ya casi que 100 años de resistencia por parte de las comunidades indígenas en Talamanca”, dice Cáceres. “En setiembre de 1709 inicia el levantamiento y para 1710, justamente cuando el barco está encallando, el gobernador de Costa Rica ha organizado a sus tropas para ir a tierras indígenas y sacar indígenas y cuánta persona encuentra en la costa”.
Los 105 llegan a Cartago en tres grupos, en los que la académica describe como “uno de los capítulos más tremendos de nuestra historia”. Rápidamente son organizados, dispuestos en el mercado y el pregonero camina por las calles anunciando la venta. “No terminando ahí la dramática experiencia de esas personas, son exhibidos en las casas del cabildo, que están frente a la plaza, y ahí se hace una subasta”.
¿Qué habrán pensado aquellas personas, desconocedoras del idioma en que se repartían sus destinos? ¿Qué habrán visto los niños que, tras la ardua travesía, pensaban que aquel periplo continuaría? Hoy, en el sitio, solo hay una ciudad más, la noble y leal, donde nada marca lo que ocurrió. Poco después se asesinaría a Pablo Presbere, líder de la revuelta talamanqueña, a pocas cuadras de allí.
Conocemos bastante, más de lo usual, de las personas que venían en los barcos daneses. Venían de castas como las Ara, Angola, Congo, Yoruba, Akan, Igbo, Popo, Mina, Bariba... Conocemos el destino de algunas de las personas que arribaron a Cartago y se las llevaron a sitios como Bagaces.
En abril, cuando el Centro Comunitario de Buceo presentó al mundo los resultados de la ardua investigación, destacaron una historia muy peculiar. Con ayuda del investigador Mauricio Meléndez, pudieron trazar la ruta de un Miguel Maroto, quien llegó a Cahuita a sus 16 años, ante el incendio y el naufragio del Fridericus y el Christianus. Vivió toda su vida en Cartago pero llegó a ser libre y se casó.
En la transmisión de aquel día, se contaba cómo doña Celia Navarro Luna estaba separada unas cuantas generaciones de Maroto. Su piel era blanca ya, de tanto mestizaje. Su voz, frágil, comentaba en junio, en una entrevista, qué le parecía todo aquello: “Algo que nunca había oído… Dios me tenía para ver quién sabe cuántas cosas más”. Fue enterrada el domingo anterior a sus 103 años.
Algún día, quienes visiten el Parque Nacional Cahuita se enterarán desde el inicio de algo ausente de toda rotulación: que en 1710, en esta playa, llegaron cientos de africanos cuya sangre fluye aún por Costa Rica.
Para el Centro de Buceo Comunitario Embajadores y Embajadoras del Mar ha sido un largo trecho, lleno de obstáculos, incluso dramas legales, pleitos, desaveniencias. “Tampoco nos sentimos atacados y ofendidos porque la gente venga a cuestionar las cosas que hacemos, sino que estamos abiertos también a recibir recomendaciones, críticas y y apoyo”, dijo Maraya aquella mañana en la casa cultural.
“Que se sepa que en una zona rural de Limón se ha hecho ciencia desde la ciudadanía, que es muy importante y no debe ser invalidado ese conocimiento”, dice la joven.
En la habitación de al lado, los objetos recuperados, mudos antes y ahora con una historia muy compleja por contar.
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Los participantes limonenses de la expedición
2016: María Suárez Toro, Royer Coloner, Tygo Constant, Esteban Gallo, Alexandre Koblensky, Sigrid Lahmann, Anderson Rodríguez, Kevin Rodríguez, Pete Stephens, Julio Ugalde, Facundo Viachica, Fredrick Wright
2023: María Suárez Toro, Aaron Mora Streber, Ana María Arenas Moreno, Antonio Mora Streber, Esteban Gallo Madrigal, Jorge Adir Garrido, Salim Vásquez Rodríguez, Pete Stephens Rodríguez, Carlos Mairena, Kevin Rodriguez Brown, Maraya Jiménez Taysigüe.