Semper paratus. Siempre listos. La Guardia Costera de los Estados Unidos requiere que sus oficiales se preparen para todo y resuelvan todo. Ningún buen marino se forma en aguas calmas, dicen, pero por algún lado hay que empezar. Para eso está el USCGC Eagle, una escuela flotante de nueve décadas que, por breves tres días, se ancló frente a Puntarenas.

Del 27 al 30 de abril, la embarcación de 90 metros de eslora visitó Costa Rica como un gesto de amistad y cooperación entre EE.UU. y nuestro país, y también para recibir a bordo a curiosos, periodistas y antiguos amigos de la embarcación.
De lejos ya impresiona. El “barco alto de América” es uno de los dos veleros activos comisionados del ejército estadounidense, junto al USS Constitution, así que sus mástiles desnudos se veían ya desde lejos, desde el Paseo de los Turistas.
Lunes, siete de la mañana, y el sol ya tuesta hojitas caídas en el pavimento. Poco a poco se despierta el hormigueo en el puerto, conforme los vendedores del bulevar colocan sus carritos y abren sus cortinas para empezar a recibir turistas. A lo lejos, un rechoncho crucero empequeñece al Eagle.
Pero el Eagle es un barco orgulloso. Los esbeltos mástiles parecieran frágiles desde la playa, como un palito que apenas aguantaría una ventisca. Sin embargo, han sido nueve décadas de cruzar mares con docenas de estudiantes a bordo, futuros capitanes que sobre su cubierta aprenden a respetar al mar.
Por ahora, algunos de los cadetes recogen basura en la arena puntarenense. Inclinados frente a las palmeras, protegidos por policías locales, arrojan en sus anchas bolsas de basura cuanta tapita y envoltorio mancilla la Joya del Pacífico. “Que esos güilas se hayan puesto bloqueador, porque si no...”, ríe una señora desde el quiosco.

Van saliendo filitas de visitantes del crucero para que los reciban sus guías puntarenenses. Lo primero que verán es el Restaurante Imperial, que desde sus ventanas promete “cocktails”, corvina frita sin espinas y casado.
Llega nuestra hora de abordar.
El Eagle es una escuela en el mar
Antes de ser insignia de la Guarda Costera, el Eagle fue un barco nazi.
Su botadura se celebró el 13 de junio de 1936 en el astillero de Blohm+Voss en Hamburgo, al noroeste alemán. Llevaba el nombre de un mártir del nazismo Horst Wessel, autor, por cierto, del himno del partido. Poco después de concluir la construcción del velero, en el mismo plantel se empezó a construir el Bismarck, de infausta memoria.
Desde el inicio se pensó como una nave dedicada a la formación en las artes marítimas. Fungió como escuela en el Atlántico Norte, tuvo a Adolf Hitler a bordo por una hora en agosto del 38, e incluso visitó el Caribe venezolano. Para inicios de la Segunda Guerra Mundial, ya se había retirado del servicio.

Al final de la guerra, las fuerzas ganadoras se sortearon los cuatro veleros restantes de Alemania y el Horst Wessel fue a parar en manos estadounidenses. Desde 1877, los guardacostas se entrenan en veleros, así que fue oportunidad para que el comandante Gordon McGowan lo pidiera para los mismos propósitos.
Su mascarón de proa, el águila dorada que nos recibe cuando nos acercamos por el muelle, tenía una guirnalda y una esvástica en los talones. Tomó cinco meses de trabajo restaurar lo dañado y modificar la nave para sus nuevos propósitos.
Finalmente, en junio de 1946, zarpó de Bremerhaven y, huracán de por medio, llegó a su hogar hasta hoy, la Academia de Guardacostas en New London, Connecticut.
El Eagle tiene tres grandes mástiles que soportan 2,070 m2 de 23 velas y puede navegar a 17 nudos. Cuando hay que desplegar las velas completas, los cadetes entrenan subiendo a la altura de 45 metros para completar el demandante proceso.
Tal proeza es solo una parte del extenso entrenamiento que emprenden hasta 150 cadetes de universidad civil y de las demás fuerzas que entrenan en la Guardia Costera.

Un equipo de 55 personas mantiene al Eagle en buenas condiciones todo el año, pero la realidad es que cuando llegan los nuevos, aprenden pronto que en el mar todos tienen que pensar en el barco, en el equipo, todos juntos.
“El entrenamiento es todo, la formación de los oficiales del futuro. Todos los cadetes aprenden la historia y las tradiciones de los marineros desde tiempos antiguos, y después pueden aprenden la parte moderna”, nos explica, junto a un mástil, Ron Pailliotet, asesor de seguridad marítima de la Embajada de Estados Unidos y veterano del Eagle.
Para el funcionario, es importante que los cadetes identifiquen cómo se trabaja en un barco de este tipo, porque incluso utilizan instrumentos antiguos como el sextante. Se aprende hasta de cómo reaccionan los materiales al clima, cómo mantenerlos en buen estado, desde la madera y la cuerda hasta la pintura. “Su mantenimiento es muy intenso. En cualquier barco sufres el aire salado y el deterioro que produce”, explica Pailliotet.

Recorrer la cubierta es, desde el inicio, una visita a un museo plenamente funcional: hay señas, rótulos e indicaciones de todo tipo que detallan la historia del barco y el funcionamiento de elementos como los timones o las gruesas cuerdas. Es todo el aparataje con el que deben familiarizarse todos los que entrenan en el mar.
Los cadetes empiezan su exigente preparación en tierra, pero eventualmente todos pasan por esta embarcación. El Eagle puede pasar tres meses en altamar, entre la primavera y el verano boreales. Antes de Puntarenas, el barco zarpó de Venezuela y siguió a Puerto Vallarta, México.
Uno de los cadetes, Manuel Calderón, nos explica que la educación en el barco es muy extensa porque deben reconocer cómo funciona cada parte de la maquinaria del barco; los educan, al fin y al cabo, para responder en caso de cualquier emergencia.
Claderón dice que en sus primeros días, le sorprendieron olas de hasta cinco o seis metros de altura. No se puede olvidar que en el mar se puede esperar de todo.

Culturas marítimas distintas
Es curioso que los quioscos del Paseo de los Turistas le den la espalda al mar. Tomar un churchill viendo los carros de la avenida parece poco interesante, pero eso hemos hecho por décadas. Tal vez eso hable un poco de nuestra relación con el mar, de espaldas a él, aunque abarque diez veces más que nuestro territorio terrestre.
Estar a bordo de una embarcación así es toparse de pronto con un código visual muy específico, y también un léxico particular construido a lo largo de siglos. El primer entrenamiento implica reconocer cada parte del barco por su nombre, cada fenómeno marítimo y cómo se responde ante cualquier emergencia.

Nuestros guías van explicándonos minuciosamente lo que implica vivir en el mar: la alimentación (la noche anterior cenaron mac & cheese y chili), la relación con sus colegas, las rutinas diarias según las funciones y las preparaciones adecuadas ante el cambiante mar.
En los pasillos internos de la nave se conoce más de la historia del barco, empezando por la hechura misma. Son nueve décadas de labores y de constante mantenimiento. En una de las paredes vemos los planos del Horst Wessel el rótulo de su nombre original, cerca de las escaleras. Leemos sobre ilustres tripulantes de la embarcación, que ha sido por décadas una etapa obligatoria de la formación de centenares de profesionales.
En el salón formal, donde no se puede poner el sombrero en la mesa, conversamos con Adrián Alpízar, quien también colabora con asesoría marítima de la embajada. Él es uno de los ocho costarricenses que se ha entrenado en este barco y en la academia, como parte de un programa para estudiantes internacionales de este exigente y costoso centro de formación.

“Hay años que aceptan 10 extranjeros; siempre hay un máximo como de 60 para todas las academias de servicio del gobierno; así se llaman las academias militares, que incluyen la la Fuerza Aérea, y la de la Armada, la Guardia Costera y la milicia y también la Marina”, explica Alpízar.
No solo se aprende para ser guardacostas, sino que varias carreras se nutren de la educación a bordo y en Connecticut, como ingenierías, administración pública y otros aspectos marítimos. Todo empieza con los boot camps usuales donde la exigencia física es grande, pues para participar de la formación se requiere un chequeo médico exhaustivo y la capacidad de resistir la demanda corporal de estos trabajos.
“(Ese entrenamiento) es también para ir creándole a uno la disciplina para no solo asegurarse que uno va a llegar, reportarse a su estación, hacer su trabajo, sino también cuidarse a uno mismo”, explica Alpízar. “Al final se involucra todo: un barco de estos jamás va a operar si todo el mundo está al 100 siempre y después terminan agotados y así pasan los accidentes, generalmente. Entonces sí se refuerza mucho esa parte de que uno busque no solo cuidarse a uno mismo, sino cuidar al del lado, a los compañeros”.

Pero aunado a ello está el shock cultural de verse inmerso de pronto en un ámbito tan distinto al costarricense. No tenemos una cultura marítima relacionada con grandes embarcaciones ni con el ejército, pero aquí hay que conocer palabras muy ajenas al habla cotidiana, cómo funciona la legislación y mucho más.
“Me acuerdo que cuando llegué y a veces sí, claro, daba miedo, todo da miedo. Vos ves un mar agitado y te asustás porque ves donde es la punta del barco se levanta y cae”, recuerda. En la academia las bancas usualmente tienen inscripciones que exalumnos o personas así han dejado. “Había una inscripción que decía el que no se arriesga no vive”, dice Adrián. A bordo del Eagle, aprendió a vivir en el mar.
Llega la hora de volver a tierra firme y la marea está subiendo. Ya empiezan los recorridos para los puntarenenses que, curiosos, se asoman a las entrañas de un navío que ha visto a los más aguerridos guardacostas de nueve décadas.
Al cruzar el puente hacia el muelle, dejamos atrás un mundo ajeno que, sin embargo, acapara casi todo el planeta. El mar nos ha dado de todo y nos quita mucho. Para eso se preparan los guardacostas de todo el mundo.
Semper Paratus is our guide, / Our fame, our glory too./ To fight to save or fight and die, / Aye! Coast Guard we are for you!
