Los políticos de turno y de feria se llenan la boca para buscar su turno y su feria con aquel mito urbano de que las instituciones públicas de Costa Rica deben ser porque sí, y, solo por eso, el orgullo nacional.
Dicen que son el mejor activo de nuestro pueblo, que todos debemos agachar sumisamente la cabeza con respeto y dar gracias profundas a Dios y a la patria por su existencia.
La verdad, en la práctica, es que así es. Nuestro pueblo ha pagado y sigue pagando por la existencia de las instituciones, nos han costado mucho dinero, tiempo y esfuerzo, y cada uno de los pobres ciudadanos de a pie ha puesto su grano de arena para que estos orgullos nacionales existan.
Pero en la realidad, y con las siempre consabidas, contadas, muy nobles y loables excepciones, no son nuestros bienes ni nuestras haciendas, ni son nuestras grandes y elogiadas servidoras, ni tienen su razón de ser el servicio ni la procura del bienestar de aquellos por los que fueron creadas, ni de aquellos a quienes se les ha cargado el costo de su existencia y mantenimiento.
Sus verdaderos dueños son los sindicatos, los que presuntamente trabajan en ellas, los que se ufanan de ser funcionarios de alto nivel en una suerte de clase social intocable indefinida e indefinible.
Los guardas de los hospitales que deciden quién tiene derecho a ser atendido para calmar su dolor o no lo tiene; los mandos medios que deciden quiénes tienen derecho a los servicios de agua potable, los que manejan y se creen dueños del agua que cae del cielo para todos, los dueños del aire, del comercio y la usura con los alimentos de nuestros niños en las escuelas y con la comida en los hospitales.
Son aquellos cuyo trabajo es ver cómo eluden la responsabilidad de indemnizar los seguros cuyas pólizas han pagado con esfuerzo los pobres ciudadanos de a pie, aquellos que en abuso y mal uso de la ciencia se atreven a prohibir el uso del agua en donde ellos quieren porque quieren, de aquellos que se enaltecen por gestar obras públicas que al final no resuelven los problemas que supuestamente trataron de corregir.
Esta es mi opinión como ciudadano de a pie. Opinar es una de las pocas cosas que no están prohibidas en Costa Rica. Aún tenemos, y espero que siga siendo así, el sagrado derecho de opinar según nuestra experiencia cotidiana y nuestra experiencia de vida, según nuestra propia mente y pensamiento, según lo que nos dicten el corazón y la razón.
Derecho a emitir, ya sea errada, equivocada, apropiada, incorrecta, verídica, razonable, estúpida, oportuna o inoportuna, o como sea, nuestra opinión personal.
Derecho a no ser simples segundones o siervos serviles de aquellos que casi por alguna ley o reglamento nos quieren hacer opinar como les conviene a los que lucran y viven del gobierno. Quienes desean que todos opinemos igual para que se mantenga el statu quo, y ojalá nadie se atreva a contradecirlos.
Estoy seguro de que como reacción a lo aquí expongo me dirán mal patriota, esbirro de la privatización, que me vaya para Corea del Norte.
También me dirán alguna de las muchas cosas que se suelen decir a la gente que como yo también tiene la dicha de vivir en un país donde, como dije antes, todavía se puede opinar lo que uno quiera sobre lo que uno quiera, y sabrá que la respetabilidad de sus opiniones no está regulada por ninguna ley mientras no se pase de la raya o viole alguna regulación relacionada con el honor personal.
Pero también esperaría que alguien estuviera de acuerdo conmigo en que son cientos aquellos a los que no se les deja saciar su sed, a los que no se les alivia su dolor ni su hambre, los que son diariamente humillados, ignorados o maltratados por algún servidor público arrogante cuyo sueldo es pagado por el pobre ciudadano de a pie.
El autor es geólogo.
