Ismael tenía cara de hambre.
Así evoco siempre el rostro de aquel compañero de cuarto grado en la Escuela Ascensión Esquivel Ibarra, en Liberia, Guanacaste.
Ismael no tenía cuerpo de niño.
Es la segunda característica que recuerdo con claridad a pesar de los 54 años que han transcurrido desde que fuimos alumnos de la maestra Ileana Chamorro. Supongo que había repetido varios años del curso lectivo.
Ismael a veces asistía descalzo a clases.
Aún puedo ver sus pies maltratados por el asfalto y las aceras calientes de la Ciudad Blanca. Las uñas, con frecuencia, sucias.
Ismael hablaba muy poco.
Era raro que levantara la mano para participar en alguna clase. Su voz no forma parte de mi memoria.
Ismael no jugaba en los recreos.
Por lo general, permanecía en el aula o, si salía de ella, se quedaba en algún pasillo. Solo, siempre solo. No participaba en las mejengas.
Ismael tenía una sonrisa triste.
Sí, hasta cuando sonreía se le veían el hambre y la tristeza. Jamás le escuché una carcajada, menos un chiste o una salida ocurrente.
Ismael procuraba pasar inadvertido.
Era una presencia ausente.
Ismael llegaba al aula sin haber desayunado.
¿Cómo lo sé? Porque cada mañana se tomaba 14 jarros llenos con el alimento que proveía la Alianza para el Progreso, una iniciativa lanzada en 1961 por el gobierno estadounidense de John F. Kennedy.
Ese programa tenía como objetivo promover el desarrollo económico, social y democrático de América Latina como una forma de neutralizar el avance del comunismo.
No sé en qué consistía el alimento que bebía Ismael, pero se nos decía que era para mejorar la nutrición de los escolares.
Una de las señoras de la cocina entraba cada mañana al aula del Cuarto A cargando una bandeja repleta de jarros. La mitad del grupo rechazábamos aquella bebida tibia, ya fuera porque no nos gustaba o porque acabábamos de desayunar.
Así, todos los días sobraban 13 jarros que Ismael engullía junto con el que le correspondía a él. Un total de 14.
¡Catoooooorrrceeeee!
“¿Están seguros de que nadie más quiere tomar alimento?”, preguntaba aquella maestra que nos contaba siempre historias de sus paseos a la finca de su familia, que si mal no recuerdo colindaba con la Hacienda Santa Rosa.
“¿Nadie más a la una? ¿Nadie más a las dos? ¿Nadie más a las tres? Ismael, ¿quiere tomarse todos los jarros que quedaron?”.
Ismael siempre contestaba que sí. Aún si no hubiera hablado, su rostro habría respondido por él.
Aquí viene la parte de la historia que aún me duele…
La señora de la cocina llevaba la bandeja hasta el pupitre de Ismael, le acariciaba la cabeza y le decía: “Beba, papito, beba sin pena”.
Y mientras aquel compañero consumía el que quizá era el único alimento que recibiría durante el día, todos sus compañeros contábamos en voz alta del uno al catorce… “Unooooo… Doooossss… Treeeeeessss… Cuaaaaatroooo… Cincoooooo… y así sucesivamente hasta el ¡catoooooorrrceeeee! Y aplaudíamos.
No creo que actuáramos de mala fe, pero, a fin de cuentas, aquel era un ritual cruel. Lo que para nosotros era un juego, un conteo inocente, para Ismael ha de haber sido un trago amargo.
He evocado varias veces esa experiencia y siempre se me hace un nudo en la garganta, se me humedecen los ojos y siento vergüenza.
Lo bueno de esos episodios es que contribuyeron a sensibilizarme en torno a la pobreza en la que viven muchas personas y el hambre que sufren a diario.
Vuelvo a ver el rostro de Ismael en cada mendigo.
No sé qué fue de aquel compañero, pues al año siguiente mis padres me matricularon en otra escuela y en mayo nos trasladamos de Liberia a Curridabat. Lo perdí de vista, pero siempre lo recuerdo y le pido perdón.
José David Guevara Muñoz es periodista.