
En Costa Rica, el principio del interés superior de la persona menor de edad no es una consigna vacía ni un comodín institucional. Es un parámetro jurídico concreto que exige ponderación, razonabilidad y respeto por los derechos fundamentales de niñas, niños y adolescentes. Por ello, resulta preocupante que el Patronato Nacional de la Infancia (PANI) haya decidido intervenir e investigar la participación de una ciudadana menor de edad en una manifestación política, amparándose en una lectura expansiva y equivocada de su mandato protector.
La actuación del PANI, lejos de proteger, confunde tutela con censura y protección con silenciamiento, generando un precedente institucional peligroso para una democracia constitucional.
No existe prohibición legal para que menores se manifiesten políticamente.
El ordenamiento jurídico costarricense no prohíbe que las personas menores de edad participen en manifestaciones políticas pacíficas. El artículo 26 de la Constitución Política reconoce el derecho de reunión de todos, incluso para examinar la conducta pública de los funcionarios. El texto constitucional no establece distinción etaria alguna.
A ello se suma que el Código de la Niñez y la Adolescencia reconoce expresamente el derecho a la libertad de pensamiento, opinión y expresión; el derecho a la participación progresiva conforme a la edad y madurez –evidente e indiscutible en el criterio expresado por la niña en cuestión– y el deber del Estado de escuchar y respetar la voz de la persona menor de edad.
Nada en la legislación autoriza al PANI a presumir, sin evidencia concreta, que una manifestación política pacífica constituye por sí misma una forma de riesgo, abuso o instrumentalización.
El PANI yerra al confundir expresión con instrumentalización. La intervención del PANI parece partir de una presunción peligrosa: que la expresión política de una menor de edad es necesariamente inducida, manipulada o instrumentalizada por adultos. Esa lógica es profundamente paternalista y contraria al enfoque moderno de derechos. La capacidad intelectiva de quien emite sus manifestaciones en libertad y bajo su derecho está, quizá, muy por encima de lo que algunas personas creen.
La instrumentalización política no se presume: se prueba. Requiere indicios claros de coacción, explotación, daño psicológico, exposición indebida o afectación concreta al desarrollo integral. La mera expresión de una opinión, aunque sea incómoda para el poder político, no constituye maltrato ni negligencia parental. Cuando el PANI actúa sin demostrar daño real, incurre en una desviación de poder: usa una institución diseñada para proteger contra el abuso para vigilar el disenso.
Ciertamente, los padres y madres tienen el deber de orientar y proteger, pero también el deber de respetar la autonomía progresiva de sus hijos. Mientras no exista violencia, explotación o riesgo grave, el Estado no puede sustituir arbitrariamente ese rol ni imponer una visión ideológica sobre lo que un menor puede o no puede opinar. El PANI no está facultado para convertirse en árbitro del contenido del discurso político de las personas menores de edad, ni para investigar a familias por el solo hecho de que una hija exprese una crítica a un funcionario público.
Ello nos debe llamar a una profunda reflexión, pues constituye un antecedente peligroso para la democracia. Si se normaliza que una institución de protección infantil investigue a una familia porque una menor se manifiesta políticamente, el mensaje es claro y alarmante: opinar tiene consecuencias. Hoy es una menor que critica al presidente; mañana podría ser un estudiante que cuestione a un alcalde, un diputado o una política pública.
La democracia no se fortalece silenciando voces jóvenes, sino formándolas en el ejercicio responsable de la libertad. La infancia no es un territorio neutro ni apolítico: es un espacio de formación ciudadana, un espacio que debe generar conciencia y formar ciudadanos de hoy y de mañana, con autoridad crítica y esperanza de futuro.
El PANI actúa indebidamente cuando, bajo la bandera de la protección, interfiere sin causa legítima en el ejercicio de derechos fundamentales. Su intervención en este caso no solo carece de sustento legal, sino que erosiona la confianza institucional y banaliza el verdadero sentido del interés superior de la persona menor de edad.
Proteger no es callar. Proteger no es sospechar. Proteger no es disciplinar el pensamiento. En una democracia madura, incluso y especialmente las voces jóvenes merecen ser escuchadas, no investigadas.
Ella es, sin duda, la voz de la esperanza.
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Ferdinand von Herold es abogado.