
¡Ay, es que esto de la globalización no hizo más que convertirnos a todos en productos de plataforma con vidas paralelas!
Pero, por suerte, ese amor por la Patria es más fuerte que una gripe “quiebrahuesos”.
No sé ustedes, pero a mí se me sale el fervor patrio por los cuatro costados.
Como, por mi oficio de cuentacuentos, visito con muchísima frecuencia escuelas y colegios, en los actos cívicos, cuando nos ponemos de pie para recibir la bandera, con todo y que a veces los chiquillos son tan enclenques que el asta va toda torcida, yo, con mi mano derecha sobre el pecho, saludo a la Madre que me ha dado abrigo y sustento.
Cuando suena la trompeta, mi corazón hace pum pum; no les miento.
Y cuando, a voz en cuello, entonamos la letra del Saludo a la Bandera, nuestro amado emblema, mi pasión hace que se me forme un entrecejo, pues estoy convencida de que aquella letra refleja mis sentires, aunque me sigue doliendo –lo confieso– la parte de la tumba de Mora y Cañas.
Luego, la maestra o el profe de turno, nos avisan que sigue el himno ¡y ni para qué!
Lo canto con un amor que parece que la Patria y yo tenemos un romance y le estoy dando serenata. Lo canto como si no hubiera un mañana. No como se hace en los estadios, donde se convierte más en un gesto de hinchas que de ciudadanos.
Y estoy convencida de que si cantáramos el himno más seguido y profundizáramos más en su letra, podríamos adivinar que alguna parte de nuestra identidad se refleja en sus estrofas.
Digo alguna, porque querer al terruño es mucho más que poner una banderita en la antena del carro, más que detenerse el 14 a las 6 de la tarde, más que recibir la Antorcha... todos gestos que también amo y en los que participo.
O conmovernos hasta los huesos con Soy tico, de Carlitos Guzmán. O llorar cuando, lejos de Costa Rica, cantamos la Patriótica.
Y es que no se honra a este pedacito de tierra que nos define solo en setiembre. Se hace todo el año, levantándose al alba y cayendo rendidos por la noche; no por nosotros, por ella.
Se hace aprovechando sus recursos, mejorándolos, fortaleciéndolos.
No es encender un farol (ahora hasta los hay digitales) y eso que me encanta la hermosa tradición de hacerlos en familia y ver a los güilillas felices, todos rajones con sus casitas típicas de materiales reciclables, faroleando el 14, o el 13, según caiga en el calendario.
Es encender una antorcha interior que ilumine el presente y el futuro, que nos haga libres por dentro y por fuera.
Recuerdo, con un poco de nostalgia, que hace años, cuando los faroles eran de celofán y cartón, y se les ponía un culito de candela a llama viva, si alguno llevaba un farolazo todo hermoso –que sobresaliera en tamaño y creatividad y desatara la envidia y los más bajos instintos de Caín–, de pronto alzaba llama y era que algún enemigo anónimo le prendía fuego. Entonces, se daban de farolazos y los garrotes que los sostenían se volvían armas contundentes, tal y como dice el himno; “cuando alguno pretenda… la tosca herramienta en arma trocar, la tooooosca herramienta en aaaarma trocaaaaar”. Y, así, los desfiles de faroles acababan con la ambulancia o con la patrulla en medio del aguacero de la víspera de la Independencia.
¿Y los desfiles? ¿Dónde me dejan los desfiles? Desde marzo, oímos el rataplán de los tambores y tintín de las liras. Los chiquillos ensayan y ensayan, con una pasión de varios meses, solo por el ratico del 15 de setiembre.
Bastoneras, bombos, platillos; cordones blanco, azul y rojo; banderotas, banderitas, bebés con chonetes y gentes en bermudas y tenis desde las ocho esperando Jugo de piña en versión “Marching Band”. Todo eso es parte de la fiesta.
Y así celebramos el cumpleaños de la Patria; la consentida, la muchacha fresca y descalza, que a veces canta y a veces llora. La madre madura y prudente. La abuela que sabe más de lo que podamos imaginar. La que a veces no puede con tanto y la que siempre sale victoriosa.
Pero no está sola. Tiene más de cinco millones de hijos; algunos propios, y otros adoptados, que encuentran en ella amparo y cobijo, pan nuestro y ajeno, oportunidades increíbles que, para los de afuera, son bendiciones y que a veces los propios damos por un hecho, como pasa con la gente que vive frente al mar, que ya no lo echa de ver, no lo aprecia ni lo nota.
Sí, setiembre me gusta, porque Mamá Grande está de fiesta.
No es perfecta, la está pulseando; tiene apenas un poquito más de doscientos años, pero sueña en grande. Vaya que si sueña.
Sueña con que el pan alcance para todos. Sueña con que niños y viejos duerman tranquilos.
Sueña con que, por sus calles, corran los jóvenes hacia el colegio y no huyan del miedo y del peligro. Sueña con generar trabajo y paz bajo su límpido cielo.
Sueña con ser una madre gentil, madre de amor. Sueña con protegernos y con que la protejamos.
Sueña.
paradigma@ice.co.cr
Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.