
Damos el último jadeo antes de llegar a los tres-mil-ochocientos-veinte y ahí están, a cada lado, el Pacífico y el Atlántico. Lo vivo, estoy de regreso en ese lugar maravilloso, 12 años después de la ocasión anterior. Un sorbo, respiros –suspiros, bocanadas infinitas de felicidad–, abrazos y la firma del libro, como queriendo inmortalizar ese momento, como suponiendo que otros nos leerán, y que además les importará; cualquier coincidencia con las redes sociales es mera casualidad.
Por esa afición particular, algo campechana, forjada en el monte, con aroma muy a tierra mojada, empiezo entonces el paneo de rigor: sin ese reconocimiento, sin ese mapeo mental, ningún viaje está completo. Es la marca personal, la impronta que renace con cada vivencia.
Al norte, pero un poquito hacia la derecha: puerto Limón, con sus barcos, su silueta oscurecida por el asentamiento humano, las noticias tristes y desangrantes, y su rice and beans emblemático, pionero, acompañado siempre –eso sí– por un pargo rojo en salsa Brown inundada con chile panameño. Pescado, no rabo ni pollo, porque es la costa, porque todos los que hemos vivido ahí sabemos que es el único lugar para librarse de esos filetes con cinco meses de congelamiento que llegan a San José con la pancarta de ser “la pesca del día, porque me vienen entrando, fresquitos, ¿le ordeno uno?“.
Aparecen sus carnavales con el Gran Combo de Puerto Rico –la Universidad de la Salsa–, las atenciones que di en Cieneguita, el olor a alga expuesta al sol durante el paseo por el malecón que tanto me remonta a mi Caribe venezolano. Revivo el pánico por la huida, en medio de cuchicheos catastróficos y siendo aún muy pequeño, porque el Juana estaba a pocas horas de tocar tierra –se suponía– y habría que abarrotar una treinta y dos recién construida.
Con continuidad sutil, se abre la bahía hasta Puerto Vargas, anticipando la presencia de Cahuita, con sus calypsonians, el coral salido luego del terremoto, el mejor patí y las mil veces que me interné en el parque nacional buscando una bocaracá. La señora de la camisa amarilla vuelve a moverse rítmicamente cuando entra la comparsa en medio festival, sus colores se acentúan, y se repite la historia –tantas historias– una y otra vez.
En una curva más pronunciada, le sigue Puerto Viejo, guarida de tantas travesías, algunas aún sin escribir. Las limpias, para que limpien realmente, deben hacerse al menos tres veces al año, siguiendo siempre la misma receta: una sombra frondosa debajo de un almendro a escasos dos metros del mar de Punta Uva, un buen libro, solcito sabatino por la mañana, un par de chapuzones y un hambre que tardará en saciarse porque en un rato habrá que pasar donde Selvin. La secuencia se completa después todavía con la piel salada en Salsa Brava, antiguo Bambú, con nubes ardiendo en medio de atardeceres sin sol y una Imperial con los pies en la arena. Some will eat and drink with you/Then behind them su-su ‘pon you/Only your friend knows your secrets/So only he could reveal it.
De vuelta a mi escaneo en el Chirripó, girando hacia la derecha, la cordillera continúa hacia el este, adueñándose del Parque Internacional La Amistad, incursionando en el Pittier, compartiéndose con Panamá y culminando en el Barú, ya del otro lado. En forma de tobogán, la bajada pasa por las historias en Olán de Buenos Aires, y luego se estira hasta aquel déjà vu buscando el mojón fronterizo en Punta Burica.
Golfo Dulce, clarito, plano como piscina, un poco más hacia el sur; ahí está, con mis cinco aguas abiertas, las Hydrophis platurus con espalda amarilla, únicas en el mundo y tan desconocidas por nosotros mismos, las ballenas con sus ballenatos, los delfines bailarines, los botes de pesca o las lapas vinculadas en playa Preciosa. Después del cuello de la península de Osa, ahí por Rancho Quemado, el punto ideal para encontrar las matabuey –o las plato negro, para darle su relevancia endémica–, resplandece el humedal de Sierpe, donde la reacción alérgica por la crema de mariscos me dictó el castigo durante cien mil años de no volver a comer en paz cada vez que regreso –siempre regreso– a la costa. El delta del Grande de Térraba se desdibuja en Coronado, cerca de los restaurantes de Ojochal, buenísimos por el asentamiento de extranjeros con buenos dotes culinarios. Poco después, se asoma la colita de la ballena que una vez habíamos divisado desde la cima del Asunción, allá en el techo del cerro de la Muerte.
Las nubes al oeste no dejan ver donde sé que está la península de Nicoya, ni poco al lado, siguiendo la secuencia, hasta llegar al Turrialba e Irazú. Igual, desde ahí, se sienten cerca –esas cimas, los pueblos, sus historias, las reminiscencias vivas–, muy al alcance de un brinquito, haciéndonos conscientes de la finca –y comedia– que somos, que seguimos siendo; casi los toco, los respiro, los siento, como lo hicimos en el cruce de volcanes, o como cuando caminamos sobre el cráter antes de la erupción del primero de ellos en el 2016.
Vuelvo en sí y me descubro hablando sobre esas montañas, de los atajos, de los caminos perdidos en el tiempo, y recordando de cómo, estando del otro lado, nos mirábamos acá, sabiendo que aquí estaríamos recordando y reviviendo. Sin fotos, por supuesto, con el engaño de la memoria y los baches del olvido, dejando de lado los detalles amargos; sin la crueldad de la realidad, pero con el empeño de desenterrar las migajas de lo que hay, unirlas, y dar sentido a todas aquellas experiencias que nos han moldeado de a poquitos.
Visualizo las líneas imaginarias y las identifico con claridad. Me percato de la telaraña formada por ellas encima del país, uniendo momentos, los recuerdos, las risas, la desazón, el bus que nos dejó botados, el último viaje a Sámara, el ceviche en el Villacosta, el aire puro y fresco entre las sombras de la seis o el bombeo pulsátil en las piernas por los veinte kilómetros recién terminados. Es como si todo se amarrara cuando se jala el nudo, quedando compacto, relacionado, vinculado, unificado, fabricando historia –haciéndonos historias, las nuestras, las de todos–, permitiendo adueñarnos, sentirnos parte de algo pequeño, pero más grande que nosotros mismos.
ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr
Ricardo Millán es médico especialista en Psiquiatría y profesor catedrático en la Universidad de Costa Rica (UCR).
