
Andrés se bajó fatigado y ansioso del taxi, implorando que su padre aún estuviera con vida; incomunicado y con un largo viaje de regreso, no sabía qué le aguardaba.
Su madre lo esperaba en el portal. La notó más avejentada que de costumbre, como si todo este proceso le hubiera cobrado una cuota pagadera en arrugas y canas. Se abrazaron fuerte y le dijo:
–Anda al cuarto de nosotros, te está esperando.
Imaginaba encontrar esa misma habitación en donde tantas otras veces había reído y sido feliz convertida en un resguardo en penumbras. Para su sorpresa, al ingresar respiró en el aire los años más felices de su vida. Él, en su lecho, esbozando la sonrisa pícara de siempre, pero ahora con unos pómulos prominentes despojados de su carne, lo hizo sentir hogar –su hogar–. Alegría, nudos en la garganta, lágrimas de agradecimiento, una vez más.
Conversaron del vuelo, de la situación del país, del fútbol; los temas de costumbre, los que siempre encuadraron esa complicidad única entre ambos. Un rato después, trascurridos esos silencios que solo dejan oír el tic tac del reloj de la casa –después, también, de haber estado aferrado a él durante varios minutos–, Andrés comentó:
–Papá, te encuentro muy tranquilo. Eso me hace infinitamente feliz–. No entiendo cómo lo logras. Siempre te he admirado por eso.
–Estoy en paz, hijo, listo para irme –respondió de una forma tan convincente que contagiaba su sentir–.
Y después de una pausa meditabunda, como solía hacerlo, midiendo siempre sus palabras, agregó:
–Tú sabes que toda mi vida he sido ateo. Simplemente, nunca pude creer, no estaba en mí. Y lo sigo siendo, incluso en estos momentos, a pesar de la insistencia de tu madre. Sé que cerrando los ojos no habrá nada más del otro lado, y la verdad estoy bien con eso. Pero hay un motivo que nunca te he explicado bien. Toda mi vida me sacrifiqué por darles cosas buenas, aunque no siempre lo conseguí. Estoy seguro de que la forma como enfrentamos el desfalco y la crisis económica cuando tuvimos que cambiarlos de colegio terminó fortaleciéndolos, les dio carácter y les enseñó a ustedes tres que, con trabajo honrado, se sale adelante. Luego cuando nos mudamos y tuvimos que salir de la ciudad con una mano adelante y otra atrás, a tu madre y a mí nos dejaron de importar las cositas por las que antes nos preocupábamos porque estábamos seguros de que era nuestro modelaje, la forma en como actuáramos, la capacidad para soltar y dejar ir, las que realmente los prepararía para el mundo, para la vida. Y mira a tus hermanas, y mírate a ti. Te va muy bien en lo que haces, pero más que eso, soy consciente de tus buenas intenciones, de esa forma tan pausada de ayudar a los otros, de esos buenos días que aprendiste a decirles a todos los vecinos cuando te llevaba caminando a la escuela, siempre viéndolos a los ojos y sonriendo. En esa época no parabas de hablar y todos te saludaban para que les contaras qué habías aprendido en clases, cuál travesura hizo reír a tus compañeros, o cómo nos pediste si podíamos darle comida al señor que pasaba cada semana a pedir algo. Desarrollaste una alegría y una capacidad de conexión que pocas veces pude ver a lo largo de estos setenta y cinco años. Eso, hijo, es lo que a final de cuentas importa. Y eso es lo que me deja con la faena cumplida. No con la sensación, con la certeza de que el trabajo está hecho.
***
Andrés había tenido otro día más de trabajo intenso. Llamadas, interrupciones, clientes insatisfechos. Necesitaría un descanso pronto si no quería reventar. Sabía que tenía pendientes aún, pero prefirió cerrar la computadora, apagar las luces y volver a casa temprano para poder compartir con su pequeña antes de dormir.
Ya de camino, repasó las peripecias del día. Pensó en la señora que tocó en su oficina, muy humilde ella, para pedirle que le colaborara con una gestión para su barrio. Sentía que había conectado directamente con su necesidad, con esa forma tan particular de expresar las cosas y de entender la vida, propia de su ruralidad.
Repasó la sonrisa de ambos, su dentadura carcomida, el olor a humo de su ropa, a pesar de haberse esmerado para estar presentable para la ocasión. Notó el nerviosismo de las dos hijas que la acompañaban, pero con el paso al frente para apoyarse entre sí. Conectó con ella usando las mismas palabras, unos códigos que solo los entiende quien ha deambulado por ese mundo de la necesidad y de centrar los esfuerzos en lo indispensable, en lo básico para la subsistencia. En los intangibles.
Y ahí comprendió el mensaje recibido hace tantos años y que en un principio había sido confuso. Era por sus propias acciones, por la tranquilidad de su escucha –incluso ante las distintas presiones e injusticias de la vida–, por su sentimiento sin filtros, puro, por esa lectura vincular que siempre generaba las expresiones más genuinas y enternecedoras en los otros, por la forma tan despreocupada de ver el mundo, que su padre había partido tan pleno, tan en bienestar. El viejo sabía que incluso “aunque cerrando los ojos no habría nada más del otro lado”, él seguiría estando y viviendo, perdurando, trascendiendo, sin importar la remota posibilidad de una vida eterna en medio de querubines danzantes y música celestial. Él seguiría estando ahí.
Ese era el significado real de la herencia emocional, eso que algunos llaman legado y que Andrés ahora comprendía.
Basado en una y mil historias reales
ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr
Ricardo Millán es médico especialista en Psiquiatría y profesor catedrático en la Universidad de Costa Rica (UCR).
