
Hago fila en un supermercado de San José. Delante de mí, una señora empuja un carrito con una caja enorme: adentro viene un televisor. Cuando llega su turno de pagar, sonríe y le dice al dependiente: “Qué bien que ahora el Viernes Negro dura todo noviembre”. Al cruzar la salida, un aura de triunfo flota sobre su cabeza.
Me quedo pensando, no solo en su entusiasmo, sino en lo que ese aparato parece representar. Tal vez ese televisor alivie una rutina o sea el regalo para alguien querido. Podría ser. Pero su comentario deja ver algo más profundo: las aspiraciones de muchas personas caben en una caja de cartón.
Cada vez más, el tiempo libre ya no se reserva para ir al parque, viajar o compartir con los amigos, sino para llegar temprano a las ofertas y experimentar –aunque sea por unos minutos– la ilusión de que controlamos algo. Cada vez más, necesitamos estos shots de felicidad instantánea.
El consumo dejó de ser una actividad y se ha convertido en el centro de nuestras agendas. No sorprendería que el próximo año alguien proponga que el Viernes Negro dure hasta la Navidad. Estoy segura de que el país lo celebraría, como si hubiéramos clasificado al Mundial de Fútbol. O casi. Hemos inventado un nuevo entretenimiento nacional. ¿Para qué acampar bajo los árboles si podemos hacerlo junto a la caja registradora?
Del teatro a la vitrina
Esta obsesión con el consumo no apareció de repente. En algún punto de la historia reciente, nuestro mundo empezó a encogerse. Poco a poco, las prioridades se movieron de lugar. El siguiente dato lo evidencia con claridad: la construcción más importante de Costa Rica a finales de siglo XIX fue el Teatro Nacional; la de finales del siglo XX, el Mall San Pedro.
Esa comparación permite hacer un diagnóstico cultural. Pasamos de levantar un templo para la cultura a uno para el consumo. No se trata de idealizar el primero ni de condenar al segundo. Lo preocupante es que el centro comercial terminó ocupando el espacio simbólico que antes tenían la educación, la salud y la cultura.
La aparente bonanza material produjo un deterioro espiritual. Cada quien se volvió su propia isla. Mientras tengamos dinero para poner alarmas de seguridad en nuestras casas, un seguro médico y un colegio privado para los hijos, ¿qué importa lo que ocurra al otro lado de la calle? Se nos secó la idea de comunidad.
“Era tan pobre que no tenía más que dinero”, cantaba Joaquín Sabina. Hoy, esa frase deja de ser poesía y se vuelve, lastimosamente, perfil de ciudadanía. La popularidad de discursos matones, indiferentes a la salud pública, la educación o la cultura, lo confirma: lo único que importa es el yo. Cuando una sociedad se cierra sobre sí misma, las ventanas se hacen más pequeñas y se cubren de rejas.
Una república de consumidores
Pero no siempre fuimos así. Costa Rica se construyó gracias a quienes sí creían en lo colectivo. Nuestros abuelos y bisabuelos fundaron instituciones que protegieron la salud, que garantizaron el derecho a estudiar, que imaginaron un país donde era posible vivir sin miedo. No tenían abundancia; tenían un ideal.
Pienso en Mauro Fernández apostando por la educación pública; en Carmen Lyra defendiendo a la niñez; en Emma Gamboa entendiendo la pedagogía como acto social; en Rodrigo Facio soñando con una universidad pública que pensara el país. Y en tantas otras personas que sostenían una idea simple pero muy valiosa: lo común era más grande que lo individual.
También ellos enfrentaron crisis y divisiones. La diferencia es que tenían una mirada amplia, una apuesta por el futuro, una ética de lo compartido.
Hoy, en cambio, corremos el riesgo de convertirnos en una república de consumidores: ciudadanos que buscan ofertas en lugar de oportunidades, tranquilidad individual en lugar de bienestar compartido. Así, el mundo se nos ha ido convirtiendo en un inmenso supermercado. Y cuando esto ocurre, la vida termina reducida a una lista de compras.
Tal vez ha llegado el momento de dar una vuelta: de ensanchar otra vez el mundo. De recuperar los espacios que no venden nada –los parques, las aulas, los teatros, las plazas– porque ahí se cultiva lo que no tiene precio: la libertad, la salud y la empatía.
No se trata de negar el consumo, sino de preguntarnos qué queremos que organice nuestros sueños, nuestras aspiraciones. Porque si el único alivio que nos queda es esperar el próximo Viernes Negro, o Noviembre Negro, o Año Negro, entonces ya no estaremos viviendo: estaremos buscando ofertas para llenar un vacío que no se compra.
Emma Tristán es geóloga y directora de la empresa de consultoría en sostenibilidad Futuris Consulting.