El 29 de abril se cumplieron 10 meses sin contar con un viceministro de Ambiente, tras la inesperada salida de Rafael Gutiérrez Rojas, quien cargó sobre sus espaldas el peso de una labor sin apoyo de su superior y mucho menos del presidente de la República.
El espacio vacío es una grave señal de desinterés por parte del Poder Ejecutivo o de que no han encontrado la persona idónea para el puesto, algo casi que doy por descontado, puesto que las hay muy preparadas y de manera abundante en Costa Rica. En tal caso, me referiré a la primera causa.
El viceministro de Ambiente es un funcionario estratégico en la operación institucional. Es nombrado políticamente y debe poseer conocimientos específicos sobre el Sistema Nacional de Áreas de Conservación (Sinac), el Fondo Nacional de Financiamiento Forestal (Fonafifo), la Secretaría Técnica Nacional Ambiental (Setena) y otros organismos desconcentrados que están en cuestionables condiciones de funcionamiento.
Estar 10 meses sin un viceministro en una cartera vital para la conducción de las políticas ambientales podría deberse a las intenciones del ministro por concentrar el poder, el control y la posibilidad de meter el bisturí en el Minae sin obstáculo.
Aun estando supeditado a la cabeza ministerial, un viceministro sirve de contrapeso a todo intento de socavar la estructura institucional.
La agenda ambiental, además, sigue acumulando prioridades que ven pasar los días sin respuestas, y el despacho navega en un océano de imprecisiones al negarse a ser acompañado, asesorado o apoyado por un segundo de a bordo que contribuya a enderezar una barca desorientada y con timón de teflón.
La tónica del gobierno en lo medioambiental ha sido vacilante, débil y errática. La negativa a nombrar un funcionario primordial hace pensar también que no se quiere asumir la responsabilidad por temor a que el seleccionado termine renunciando, situación habitual en el presente gobierno, que registra la mayor cantidad de renuncias y despidos en la historia reciente.
El viceministro de Ambiente no es, o no debería ser, un funcionario decorativo. En el colapsado engranaje institucional, urge colocar a alguien que lo ponga a funcionar, se responsabilice por los cambios, las reestructuraciones y la ejecución para que el ambiente vuelva a ser un eje crucial del aparato administrativo.
La responsabilidad debe asumirla el presidente de la República para cumplir sus deberes a fin de no dejar instituciones acéfalas y arrastrándose en confusas decisiones, o peor, en una gestión débil, concentradora de autoridad y causante de incertidumbre.
El autor es profesor universitario y especialista en gestión de áreas protegidas y restauración ecológica.