
La bestia moribunda rugió sus últimos alientos bajo el sol guanacasteco. La sangre había diseminado la infección a todos los rincones de su corporalidad, y ahora, rendida, exhalante, se desplomaba con retumbo sonoro y crujidos sobre el pasto. Luego, una combinación perfecta de temperatura y humedad se encargarían de mantener aquel mazacote reseco e impenetrable para los animales carroñeros, y la descomposición, haciendo su parte, pintaría más adelante la silueta del Brahman que alguna vez fue.
–No existe torero que se respete que no le haya hecho la faena al cacaste –cuentan, dicen por ahí, en los poyos del parque, en las barras de los bares.
Sí, hablo de ese armatoste de cuero curtido y engrosado, acartonado, delineado por un montículo de huesos, que, fusionados con el polvo y el paisaje, casi petrificado, se consuela con saber que forma parte ya de la tierra que le dio origen. También les dicen así a las estructuras de muchos años, dañadas, como un carro en muy mal estado que impresiona que solo tiene carrocería –¡ahí va aquel dando tumbos en ese cacaste viejo!–. En Nicaragua, lo usan en algunos lugares para referirse a la espina dorsal –me quedó doliendo el cacaste luego de andar a caballo–.
La tradición no escrita que a punta de retumbos y rebotes llegó hasta mí, con el eco de varias voces, me contaba de un individuo muy antiguo, de esas personas mañosas que no le tenía miedo a nada: le daba lo mismo arrear búfalos de agua que participar en las lagartadas, andar en carreras de cinchas que adueñarse de un cascabel aún fresco y resonante para preparar sus pociones mágicas y hacer explotar la virilidad. Dicen que solía hacer unos viajes de una semana a punta de vino de coyol, solo, solititico, guiado por las estrellas, para atravesar el Bongo, subir el Miravalles o sortear las pailas del Rincón de la Vieja; a veces lo hacía montando, en ocasiones andando por sus medios, pero siempre con la frente en alto, marcando terreno, haciéndose notar.
Y todos le tenían miedo, aunque ellos preferían llamarle respeto –que suena siempre más decoroso en aquellas tierras del brío y la testosterona–. Uno de sus vecinos, don Facundo, que, aunque lo conocía desde güila prefería andarle de larguito, cuenta que una vez, en una de esas noches de delirios de alcohol, de regreso a su pueblo, se lo encontró al lado de la vereda, y solo rompió el silencio cuando dijo:
–¿Usted se anima a torear ese animal que se están comiendo esos zopilotes? –le dijo, señalando el montículo del otro lado de la ronda, a pocos metros del lastre.
Cuando don Facundo, animoso, dijo que sí, vio cómo aquel señor rapidito puso de pie al esqueleto completo, erguido con sus cuernos largos al frente, escarbando furioso y mugiendo antes de la embestida inminente, mientras las aves aleteaban despavoridas.
–Viera usted el frío que sentí por todo el espinazo cuando escuché ese sonido hueco del choque entre toda esa osamenta, sobre todo por el repique entre las costillas. Era igualito al de esos móviles de caña que ponen en los corredores de las casas, que rebotan unos contra otros cuando sopla el viento. Desde ese día no puedo ni oírlos. Yo me quería morir, por un Dios que está en el cielo, y tan solo pude implorarle a Tatica que viniera a protegerme de aquel espantajo y jurarle que no volvería a andar en esas vagancias que tanto sufrimiento le habían dado a mi santa madre. Ultimadamente, terminé apeándome del caballo, que ni se movía del susto que se tenía, y me fui pegando tremendo carrerón hasta la casa del cura, que por dicha ya estaba cerca.
Para ese momento, ni rastros quedaban ya del contrabando de nancite que minutos antes corría por sus venas. Esa experiencia, por dicha, cuentan que lo dejó curado. Parece que desde entonces no volvió a los bailes ni chisperos, y que por fin pudo sentar cabeza, quedarse quedito y dedicarse al hogar. Hoy toda esa parcelita que usted ve ahí a su lado está tan bonita gracias a su trabajo y esmero.
Así se lo contó a sus nietos ese domingo, y así lo escuché yo; ahora, eso sí, lo hizo como queriendo olvidar todo aquello, pretendiendo como que eso nunca ocurrió, echándoles la culpa a los cuentos de esa gente creyencera de antes. Sin embargo, el sudor en su frente y su tez morena palideciendo, y sus facciones más serias de lo que suelen ser, hoy, más de sesenta años después, me terminaron de confirmar lo que en realidad ocurrió –y ocurría, con frecuencia– en aquellos tiempos polvorientos de antaño.
ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr
Ricardo Millán es médico especialista en Psiquiatría y profesor catedrático en la Universidad de Costa Rica (UCR).
