“¡A las urnas! Ha llegado el momento que nos anunciaron. Marchemos a los centros de votación, a las escuelas, a los colegios, a destruir a esa falange impía del abstencionismo que nos puede reducir a la más oprobiosa vergüenza y hacer que callen nuestras voces”. La parodia de la proclama de Juanito Mora, en 1856, se ajusta al momento actual.
En aquel entonces, fue dirigida principalmente a los jóvenes que iban a pelear y, muchos de ellos, a ofrendar su vida. En la próxima elección, como nunca antes, enfrentamos al desidioso desinterés por elegir o, peor aún, debemos evitar que elijan a alguno de los 25 candidatos.
Casi sin pensar en ello, cada 15 de setiembre cantamos alegremente “solo es hombre el que tiene derechos”, sin que nos detengamos un segundo a pensar que el voto es eso, un derecho, pero conlleva un deber.
Los derechos se ganan y los deberes se cumplen. El 6 de febrero tenemos el derecho, pero, sobre todo, el deber de ejercerlo. Tenemos el deber de ser esos “hombres” de los que (en masculino genérico) habla el himno que con tanto orgullo entonamos.
Excusas sobran: que son muchas las ansias de poder que se debaten en esta justa, que son muchos los que aspiran a imponer sus ideas o a quién sabe qué, que ningún partido o candidato nos representa, que estamos cansados porque nada de fondo cambia, que la política es para los viejos.
No importa, allá cada candidato con su conciencia y que Dios, la patria y los que sí votamos pidamos cuentas de sus actos al que gane. Nada es excusa para no votar.
Aquellos que así lo decidan, que dejarán el destino del país, de sus recursos y su latas a la voluntad de otros, que se atengan a lo que venga sin derecho a llorar por lo que pase en el gobierno durante los próximos cuatro años.
Los derechos se ganan, y el derecho de hablar, de criticar a los que venzan y pedir cuentas, o de llorar si nos llevan al desastre, se obtiene en las urnas.
Como supondrán, yo fui joven hace mucho tiempo, y no por sabio era partidario del color que abrazaron mis padres, sin más razón, sin saber nada de la agrupación política y sin querer saber.
Aunque entonces no lo sentía así, hoy me da pena reconocer que en las elecciones en las que voté de joven lo hice por el candidato del partido, ya fuera el león del Bolívar o el mariachi de La Esmeralda. Yo votaba sin pensar.
La bandera ondeaba oronda amarrada al asiento de mi bicicleta, como la bandera morada cuando Saprissa era campeón. Ya no es así, y aunque no puedo decir que aprendí a no votar por lo que sea, si puedo afirmar que al menos aprendí a ganarme el derecho de seguir berreando contra todo lo que no me parezca.
Sé cómo ganarme el derecho a escribir sobre lo que se me antoje, sé cómo criticar lo que crea criticable y cómo alabar lo que crea alabable. Eso se gana votando. Ya no creo ciegamente en los partidos. Estos se forman con personas, y así como las instituciones son lo bueno o lo malo o lo mediocres que sean sus funcionarios, los partidos son lo que son sus miembros y militantes que hacen fila cuatrienio tras cuatrienio para alcanzar el puesto que les otorgue lo que aspiran: ¿Gloria? ¿Poder? ¿Una mejor pensión? ¿Colgar su foto en la Asamblea? ¿Servir desinteresadamente a su pueblo? ¡Vaya usted a saber!
Jóvenes, ustedes tienen mucha más información que nosotros. Tienen a su servicio tecnologías que para mi generación era ciencia ficción. Vayamos y cumplamos con el deber, sin excusas, para ganarnos el derecho de ser libres para lo que venga, para decidir el futuro que quieren para ustedes, sus hijos y el país, y para que no seamos como los siervos menguados que “han sido reducidos a las más oprobiosa esclavitud por no exigir su derecho ni cumplir con su deber”. Ejemplos sobran.
El autor es geólogo, consultor privado en hidrogeología y geotecnia desde hace 40 años. Ha publicado artículos en la Revista Geológica de América Central y en la del Instituto Panamericano de Geografía e Historia (IPGH).