Durante tres décadas, el Informe Estado de la Nación ha puesto a disposición de la sociedad costarricense visiones profundas, claras, integrales y objetivas sobre nuestra realidad. Se sustentan en un sólido acervo de fuentes informativas, en el uso de metodologías de investigación cada vez más depuradas, y en análisis cimentados por evidencias.
Al igual que los documentos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), de la que somos miembros desde mayo de 2021, el resultado del trabajo que realiza el Programa Estado de la Nación (PEN) constituye un referente fundamental para el diseño e implementación de políticas públicas de calidad. Por desgracia, no han sido aprovechados lo suficiente. Incluso, en el caso del Informe, algunos actores políticos miopes lo desdeñan y critican cuando sus resultados contradicen las narrativas oficiales.
En su labor, el PEN parte del concepto de desarrollo humano como guía y propósito. Se trata de “un proceso de generación de capacidades y oportunidades de y para la gente, de manera que puedan acrecentarse la libertad y la equidad que disfrutan las presentes y las futuras generaciones”, dice su edición 31, dada a conocer el jueves 13 de este mes. Por esto, sus abordajes van más allá de lo que muestran los datos estadísticos fríos –siempre en extremo relevantes–, y los analiza en su interacción con las oportunidades y calidad de vida de la gente.
A partir de esta línea de investigación, el más reciente documento llega a una inquietante conclusión, que no debemos soslayar: “Costa Rica transita por una época de retrocesos en su desarrollo humano sostenible”.
El Informe da a conocer que, durante el pasado año y la primera mitad del presente, su periodo de análisis, hubo estabilidad fiscal y de precios; mejoraron las cifras de crecimiento económico; se redujeron la desigualdad y la pobreza, medidas por el nivel de ingreso de los hogares, y también bajó el indicador tradicional de desempleo. A la vez, señala que se trató de un repunte “profundamente incompleto” y con bases muy frágiles.
La estabilidad fiscal se ha logrado, sobre todo, a costa de reducir la inversión social, particularmente en educación y salud. Su caída tiene impacto inmediato, pero se multiplicará, para mal, a mediano y largo plazo. Además, el dinamismo económico siguió concentrado en las exportaciones desde zonas francas en la Gran Área Metropolitana, mientras el resto de la economía, donde trabaja alrededor del 85% de la población económicamente activa, ha estado aletargada. Como consecuencia, el repunte del empleo formal fue mínimo. El de mayor crecimiento fue el informal, con toda la inestabilidad y precarias condiciones que lo caracteriza.
También se redujo la población en busca de trabajo, señal de un mercado laboral sin dinamismo, y persisten las barreras para el acceso de las mujeres y los jóvenes a él.
La disminución del número de hogares en pobreza no tuvo como razón principal factores vinculados al crecimiento económico o a políticas sociales universales, sino, sobre todo, a los ingresos informales, ayudas familiares y la reducción en el número de sus miembros.
La inversión en infraestructura se ha reducido, mientras los costos han aumentado. Más grave aún, la inseguridad –y, sobre todo, la criminalidad– han crecido a niveles nunca vistos, con demoledores impactos en bienes, vidas, cohesión social y clima de negocios. Quienes más la sufren son, precisamente, los sectores de la población con mayores desventajas socioeconómicas.
Los problemas estructurales que afectan ámbitos como la protección ambiental, el crecimiento inclusivo y la equidad, se han agravado, no solo por inacción, sino por decisiones deliberadas. El deterioro ha sido particularmente agudo en la protección de los recursos naturales, a lo que nos referimos en un reciente editorial.
En síntesis, se ha perfilado un peligroso panorama de deterioro que, además de dañar las condiciones de vida, erosiona logros históricos en desarrollo sostenible. Sin embargo, añade el Informe, “el principal riesgo interno se origina en la política”.
Por un lado, el aparato político-gubernamental muestra pobre desempeño en el diseño y gestión de iniciativas que atiendan los problemas agudos y los retos estructurales; por otro, la beligerancia político-electoral desde el Ejecutivo, pese a las prohibiciones constitucionales y legales, tiene “el potencial de socavar una de las bases esenciales de la estabilidad democrática que distingue al país: la no interferencia del gobierno dentro de un proceso electoral”.
La combinación de tantos factores adversos debe servir como una fuerte señal de alerta para toda la sociedad, particularmente los actores políticos y gubernamentales. Más allá de ella, el Informe ofrece insumos de gran valor para corregir las tendencias recesivas. Y nada mejor que una campaña electoral para que se discutan con seriedad. Esperamos que así ocurra.
