El papa Francisco, quien falleció ayer a los 88 años, fue un pastor de y para nuestro mundo. Su elección en 2013, como el primer pontífice no europeo desde el siglo octavo, reconoció una realidad insoslayable: el progresivo traslado del centro de gravedad del catolicismo, desde su tradicional crisol europeo hacia América, Asia y África subsahariana. Encarnó esta dimensión geográfica y demográfica desde su nacionalidad argentina, 47 viajes apostólicos a 66 países –muchos de ellos nunca visitados por sus predecesores– y el nombramiento de múltiples cardenales de esos continentes.
Más importante aún, durante sus 12 años en el trono de san Pedro asumió con apertura, visión, empatía, humor y valentía, aunque también prudencia, los destinos de una Iglesia católica urgida de renovación en múltiples ámbitos. Afincado en su doctrina, no cesó de preocuparse y actuar ante acuciantes desafíos y cambiantes expectativas universales. Al hacerlo, sin duda tuvo omisiones y cometió errores, pero el saldo es admirable, sobre todo al tomar en cuenta las complejidades de una institución milenaria como la Iglesia católica, con sus dimensiones espirituales y materiales; eternas y coyunturales; políticas, sociales, humanas e, incluso, financieras.
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A lo largo de la ruta que concluyó apenas horas después de su saludo público por la Pascua de Resurrección, en un año de Jubileo, Francisco abrazó la humildad, descartó las pompas y optó por un reformismo activo y empático. Para impulsarlo, debió superar enormes obstáculos, enclaves inmovilistas y hasta la sombra de un predecesor –Benedicto XVI– que, tras tomar la inédita decisión de claudicar, siguió gravitando en importantes sectores de la Curia vaticana, hasta su muerte, en diciembre de 2022.
Nunca fue más allá –menos en contra– de los textos y principios canónicos al ejercer su guía eclesiástica y espiritual, pero los interpretó a la luz de necesidades y sensibilidades contemporáneas ineludibles, y con apego a las profundas dimensiones humanistas del cristianismo. En los inicios de su papado, por ejemplo, sugirió que no le correspondía condenar a las personas homosexuales, con esta frase: “¿Quién soy yo para juzgar?”.
Como líder de 1.400 millones de católicos, utilizó la autoridad de su magisterio y el peso diplomático del Vaticano para elevar la conciencia global sobre grandes urgencias terrenales, entre ellas, las necesidades y derechos de los migrantes, los horrores de las guerras, la desposesión de los pobres y marginados, los estragos de la violencia, el consumismo desmedido, y el deterioro ambiental.
Así, trabajó sin descanso para contrarrestar lo que llamó “la globalización de la indiferencia”, que tuvo como su acto más reciente una carta a los obispos estadounidenses, en la que denunció y rechazó equiparar la ilegalidad de los migrantes con su criminalidad, en clara referencia al gobierno de Donald Trump
En 2015, su encíclica Laudato Si (sobre el cuidado de nuestra casa común), por primera vez elevó la preocupación por el ambiente al mismo nivel, en la doctrina vaticana, que la dignidad humana y la justicia social. La exhortación apostólica Amore Laetitia (La alegría del amor), centrada en los desafíos de las parejas y las familias, abrió el camino para que las personas divorciadas pudieran recibir los sacramentos. Un sínodo de prelados y laicos seleccionados, al que convocó en octubre de 2023, recomendó la participación más plena de las mujeres en posiciones de gobierno de la iglesia.
Las insistentes y bien documentadas denuncias sobre delitos sexuales en el seno de la Iglesia no lo condujeron a una respuesta suficientemente rápida y enérgica. Pero tras ser confrontado al respecto durante un viaje a Chile, en 2018, puso en marcha una cruzada en pro de la transparencia y en contra de la impunidad y el silencio, algo que ningún otro papa había hecho.
También la emprendió contra los delitos y malos manejos financieros en la cúpula, al punto de que, en 2020, forzó la renuncia de un poderoso cardenal. Tres años después, este fue condenado a cinco años de cárcel por malversación, la primera sentencia desde que el Vaticano se convirtió en ciudad Estado, en 1919.
Debió enfrentar fuertes resistencias internas y hasta impensables subordinaciones, pero no cejó ante ellas y a menudo respondió con energía. En marzo de 2022 anunció la renovación de la Curia, su epicentro administrativo; además, cambió de nombre a la antes temida Congregación para la Doctrina de la Fe, y le otorgó la responsabilidad adicional de asegurar la protección de los menores en el seno de la Iglesia.
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A lo largo de su pontificado, Francisco nombró a 108 de los 135 cardenales que tendrían derecho a voto para escoger a su sucesor. Será el cónclave más diverso de toda la historia vaticana. Esto, en sí mismo, es parte de su legado, y probablemente conduzca a mantener la ruta reformista, pero cuidadosa, que lo caracterizó. Sería lo mejor para la Iglesia; también, para que se mantenga como una conciencia pública en un mundo y un tiempo tan complejo y riesgoso como el presente. Hay que agradecer al “papa del fin del mundo”, como una vez se autodenominó, el haber colocado estos temas al principio de su magisterio.
