
Ha hecho muy bien la Junta Directiva del Banco Nacional de Costa Rica (BN) en descorrer el manto de secreto con que sus predecesores trataron de esconder discusiones o acuerdos de indudable importancia –e incluso gravedad– durante los casi cinco meses que ocuparon sus cargos. Se trata de un saludable acto de transparencia, principio que siempre debe prevalecer en la administración pública.
Solo en coyunturas muy excepcionales, en las que la publicidad sobre los actos administrativos pueda afectar la integridad de una institución, es legítimo que su máximo órgano de gobierno opte por encubrir parte o la totalidad de algunas sesiones. Nunca debe acudirse a tal expediente para tratar de borrar el rastro de asuntos que, al contrario, revelan dudosas conductas. Esto fue lo que ocurrió en al menos tres sesiones, en las que los anteriores directores apelaron a la confidencialidad para protegerse, en menoscabo del banco.
De este modo, contrariaron las mejores normas y prácticas de gobierno corporativo. Aplicarlas siempre es importante, pero resulta particularmente necesario en las instituciones financieras, y adquiere mucha mayor relevancia cuando, como en el caso del BN, se trata de la más emblemática del país y, además, pertenece al Estado.
Fue gracias a su carácter estatal, sin embargo, que el presidente Rodrigo Chaves pudo forzar la destitución, el 28 de mayo pasado, de la Directiva legítima, y sustituirla por siete nuevos miembros afines a sus objetivos. Para ello se valió de un arbitrario procedimiento orquestado por el entonces primer vicepresidente y actual candidato a diputado, Stephan Brunner. Los vicios en que incurrió condujeron a que todos sus actos fueran anulados el 10 de octubre por la Sala Constitucional, al atender un recurso de amparo interpuesto por cuatro de los directores cesados. Como resultado, destituyó a los escogidos sin razón y reinstaló a los siete destituidos. Estos se reincorporaron a sus cargos casi de inmediato, y a partir de entonces han corregido los rumbos torcidos.
Parte de su tarea ha consistido en hacer públicos tres actos declarados confidenciales por el grupo anterior. El primero se produjo en la sesión del 1.º de julio, cuando la directora María del Milagro Solórzano propuso no revelar a la Auditoría del banco un informe sobre la idoneidad de los directores realizado por una analista de gobernanza corporativa. Su análisis puso de manifiesto que varios no cumplían con los requisitos establecidos por la Superintendencia General de Entidades Financieras (Sugef) para ocupar sus cargos. La iniciativa quedó frustrada debido a que los auditores ya tenían el documento.
Semanas después, la propia Sugef llegó a similares conclusiones y las comunicó en dos oficios remitidos al BN el 10 de octubre. Los incumplimientos que señaló se referían a falta de experiencia o conflictos de interés, incluso del presidente de entonces, Maximiliano Alvarado.
El otro tema declarado confidencial surgió en la sesión del 22 de julio. En ella, Solórzano planteó una moción para elaborar un proyecto de ley destinado a remunerar la participación de los directores, tanto del BN como del Banco de Costa Rica, en los comités de los que forman parte. Cuando su compañero Rolando Saborío Jiménez dijo sentirse preocupado por el posible conflicto de interés, respondió que la iniciativa sería propuesta por el asesor legal del banco.
Más consecuentes y graves fueron los intentos por encontrar excusas que permitieran anular el nombramiento como gerente general de Rosaysella Ulloa, tras un depurado y transparente proceso que concluyó el 3 de setiembre del 2024. Chaves siempre cuestionó su escogencia, por razones desconocidas, y sin duda fue el rechazo de la Junta Directiva de entonces a sus presiones para removerla lo que condujo a la destitución de sus siete miembros.
A pesar de que ni la Sugef ni la asesoría legal del BN habían encontrado vicios en la selección de Ulloa, los directores nombrados por el Consejo de Gobierno acordaron, en una sesión privada y confidencial celebrada el 29 de agosto, una nueva y onerosa iniciativa en tal sentido. A un costo estimado en ¢10 millones, ese día encomendaron a una firma externa de abogados elaborar una “investigación preliminar” sobre el procedimiento seguido para seleccionar a la gerenta general. La conclusión del análisis: no habían existido indicios de nulidad.
A pesar de esas gestiones, el 8 de setiembre, Alvarado declaró a La Nación que la discusión sobre la permanencia de Ulloa en el cargo no era tema de agenda. Es decir, el director presidente ocultó la realidad.
Estos hechos revelan, nuevamente, la gravedad de los intentos de interferencia y control político del Banco Nacional desplegados por el Ejecutivo, y las distorsiones a las que condujeron en su gobernanza. Revelarlos es una forma de evitar que se repitan. Pero más importante aún es la firmeza, competencia y rectitud de quienes toman las decisiones en la institución. A quienes así actúan debemos agradecerles.
