El verano comenzó oficialmente el 20 de junio en el hemisferio norte, con señales en extremo inquietantes sobre la salud climática de nuestro planeta. Los ejemplos abundan, tanto en extensión como intensidad.
El centro y nordeste de Estados Unidos padecieron por esos días una desusada ola de altas temperaturas, multiplicada en sus efectos por alta humedad e intensa reflexión solar. Los incendios forestales volvieron al oeste y norte de Canadá. Algunos estuvieron por varios días fuera de control. Según los pronósticos, su intensidad será menor que el nivel récord de 2023, pero las temperaturas en esas zonas serán más altas que las reportadas en los patrones de largo plazo.
En días recientes, Europa sufrió uno de los más intensos embates de calor de las últimas décadas, con particular intensidad en España, Francia, Italia, Portugal y Grecia. Las consecuencias han sido trágicas para el continente, con 380 muertes contabilizadas en junio.
La esperanza de que el fenómeno meteorológico La Niña atemperara el incremento de las temperaturas en el sudeste de Asia quedó truncada desde mayo, con el arribo prematuro de un desusado, agobiante y destructivo calor.
Los anteriores casos no son “picos” normales de temporada, excepciones o simple evidencia anecdótica. Al contrario, reflejan una tendencia de creciente calentamiento global, y su avance nos acerca cada vez más a una crisis climática generalizada. Se manifiesta no solo con sentir que nos derretimos o congelamos, según en qué hemisferio estemos, sino con impactos mucho más alarmantes: deshielos, aumento en el nivel (y también temperatura) de los océanos, inundaciones, sequías extremas, disrupción de cosechas, deterioros en la salud y desplazamiento de poblaciones.
En enero pasado, la Organización Meteorológica Mundial, confirmó que 2024 había sido el año más caliente desde que se realizan mediciones, y que la década concluida entonces también había batido los récords al respecto. En mayo, la misma entidad estimó en un 80% las probabilidades de que los próximos cinco años también se ubiquen en los niveles más elevados de temperatura, y el porcentaje de probabilidades de que en los próximos cinco superemos en más de 1,5 grados centígrados (°C) la temperatura media del periodo comprendido entre 1850 y 1900, es aún mayor. Su rango, según esas previsiones, oscilará entre 1,2 °C y 1,9 °C.
En el Ártico, el cambio esperado será más drástico. Su aumento superará en más de tres veces la media mundial del quinquenio en que ya estamos, hasta situarse en 2,4 °C sobre el promedio documentado entre 1991 y 2029.
Tales incrementos de temperatura, incuestionables y, hasta el momento, irrefrenables, contradicen la meta, necesaria y basada en la ciencia, establecida por el emblemático Acuerdo de París sobre Cambio Climático, suscrito por casi 200 países y territorios en 2015. Los participantes se comprometieron entonces a mantener la temperatura promedio mundial 2 °C por debajo de los niveles preindustriales. Además, el consenso científico ha manifestado reiteradamente que superar el umbral de calentamiento de 1,5 °C puede acentuar los fenómenos meteorológicos extremos, con consecuencias que pueden tornarse irreversibles.
La humanidad, sin embargo, va por otro rumbo. El uso creciente de la generación y uso de energías renovables ha atemperado el de los hidrocarburos, pero esto no ha sido suficiente para frenarlo. La deforestación de los grandes “pulmones” verdes del mundo, incluida la Amazonía, ha seguido.
No se ha atemperado lo suficiente la explotación extrema de recursos, energéticos o de otra índole. Por ejemplo, la explosión de centros procesadores de datos para alimentar los programas de inteligencia artificial acelerará cada vez más el consumo de energía. Los experimentos para la captura de carbono (gran generador de calentamiento) mediante innovaciones técnicas son muy caros y no han alcanzado una escala adecuada. Y es poco lo que se ha hecho para frenar las emanaciones de metano resultado de la producción agropecuaria.
El gran consenso global de trabajar en conjunto por revertir el cambio climático padece enormes fisuras. La más grave ha sido creada por Estados Unidos con la presidencia de Donald Trump.
En síntesis, el panorama da razones de sobra para el pesimismo. Como no podemos depender de soluciones tecnológicas “mágicas”, se impone reforzar los compromisos políticos de los países y regiones más conscientes. La ventaja, en este sentido, es que quienes se adelanten en avanzar, no solo encabezarán la vanguardia ambiental, sino también la nueva economía. Quizá entonces, por razones geopolíticas, hasta los más reticentes decidan sumarse a la tendencia. Ojalá no sea demasiado tarde.
