
La semana pasada, el gobierno de Estados Unidos anunció acuerdos preliminares con Guatemala, El Salvador y Ecuador, entre otros países, mediante los cuales estos últimos se habrían comprometido a desmantelar varias de sus barreras arancelarias y no arancelarias, a cambio de una futura reducción de los aranceles norteamericanos sobre algunos de sus productos de exportación, siempre que no se produzcan o cultiven en cantidades suficientes en Estados Unidos, incluyendo ciertos productos textiles y de la confección.
Presumiblemente, según declaraciones de autoridades de la región centroamericana, el acuerdo final podría implicar que la mayoría de los productos queden bajo un trato de libre comercio, mientras que al resto se le aplicarían los aranceles “recíprocos”; en su caso, del 10%. Pocas horas después, el propio gobierno de Estados Unidos anunció la promulgación de un nuevo decreto ejecutivo que eliminaba, de forma unilateral y generalizada, gran parte de los aranceles “recíprocos” previamente aplicables a numerosos productos agropecuarios, entre ellos café, banano, piña, yuca y carne bovina.
No caben dudas de que esta última medida responde a las presiones internas provocadas por el efecto en la inflación y en los precios de los productos en supermercados, como consecuencia de los aranceles “recíprocos”. Así lo habían advertido desde un inicio los especialistas en la materia, y ya lo perciben los consumidores y electores estadounidenses, según reflejan las encuestas más recientes y, en especial, el resultado de las elecciones del 4 de noviembre pasado en varios estados de la Unión Americana. En ese contexto, es razonable suponer también que el conjunto de acuerdos anunciados por la Casa Blanca justo antes de eliminar los aranceles agrícolas pretende, en parte, lavarle la cara a la administración Trump y justificar su política arancelaria alegando beneficios derivados de esos acuerdos.
Lo anterior subraya la importancia de que las negociaciones entre nuestro gobierno y el de Estados Unidos se conduzcan con la prudencia y la cautela que las ha caracterizado hasta ahora, partiendo de la premisa de que nuestra canasta de exportación es mucho más compleja y sofisticada que la de otros países de la región. Ya despejada la eliminación de obstáculos arancelarios para muchos productos agrícolas, Comex deberá concentrarse en atender las preocupaciones de los exportadores de bienes industriales, especialmente –aunque no de forma exclusiva– las del clúster de dispositivos médicos, con el objetivo de restablecer, en la medida de lo posible, el trato preferencial garantizado por el tratado de libre comercio (TLC) vigente entre nuestros países, el cual –no hay que olvidarlo– fue violado injustificadamente por Estados Unidos en abril pasado.
En ese proceso, como hemos señalado en anteriores ocasiones, sería razonable eliminar muchas de las medidas en su momento cuestionadas por el gobierno estadounidense, ya que, en efecto, parecen formar parte de barreras no arancelarias al comercio, contrarias a la letra y el espíritu del TLC. Si el desenlace de este conflicto propiciara una mayor liberalización comercial, todos ganaríamos y el resultado del acuerdo sería un verdadero éxito.
Desconocemos si existen otros temas de negociación sobre la mesa que excedan lo estrictamente comercial. No obstante, al analizar las obligaciones recogidas en acuerdos que han alcanzado otros países, es necesario advertir sobre la inconveniencia de aceptar condiciones que comprometan los principios de nuestra política exterior, forjados durante décadas; que subordinen las relaciones diplomáticas o económicas con terceros países a intereses de Estados Unidos, o bien que vulneren alguno de los pilares de nuestro ordenamiento jurídico.
Entendemos la ansiedad que pueden generar los avances de los países vecinos mientras nuestro país aún no los alcanza; sin embargo, es necesario insistir en que no se trata de precipitarse para cerrar cualquier acuerdo, sino de lograr uno que satisfaga adecuadamente los intereses nacionales.
