Quien ande en busca del caso más consumado sobre la dimensión unilateral, altanera y dominante de la política exterior impulsada por el gobierno de Donald Trump, no tiene que ir muy lejos. Basta con fijarse en Panamá. Existen otros ejemplos: sus declaradas aspiraciones de anexar Groenlandia, de convertir a Canadá en el estado 51 de la Unión o de sacar a la población palestina de la Franja de Gaza, para convertirla en un gran desarrollo inmobiliario. Sin embargo, han estado más confinados a la beligerancia retórica o las amenazas aún no materializadas, aunque nada pueda descartarse en el futuro.
Sobre nuestro vecino no se puede decir lo mismo. Ya antes de asumir el poder, Trump hizo pública la intención de “recuperar” su Canal. Y si bien todo indica que no la consumará plenamente, dado el excesivo costo que implicaría, sí ha logrado lo segundo peor posible: forzar al gobierno panameño a cumplir con una serie de exigencias que erosionan la integridad de sus decisiones y vulneran la soberanía nacional.
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La escalada ha sido progresiva y parte de una serie de falsedades. Una es que, en la construcción, que su país asumió a principios del siglo XX, murieron 38.000 estadounidenses, aunque el total de víctimas se calcula en alrededor de 6.000, y solo 350 de esa nacionalidad. Según otra falsedad, Estados Unidos “regaló” el canal a Panamá, a pesar de que su entrega, al comenzar este siglo, fue producto de largas negociaciones y un tratado ratificado por el Senado. Una más ha atribuido a China su control y la operación, y desconoce que la administración está en competentes manos panameñas, que se han preocupado por mantener su eficiencia y neutralidad.
Cierto, dos empresas domiciliadas en Hong Kong operan sendos puertos en sus extremos del Atlántico (Cristóbal) y el Pacífico (Balboa), pero esto es algo muy distinto al “control” de la vía. Además, Trump ha dicho que existen tarifas discriminatorias y ha exigido el paso gratuito de sus barcos militares.
En un inicio, el presidente José Raúl Mulino rechazó con firmeza las pretensiones y justificaciones de su contraparte. Sin embargo, las presiones han sido tan severas y la dependencia panameña de Estados Unidos tan grande, que muy pronto siguió una escalada de capitulaciones.
A inicios de febrero, Mulino anunció que no renovaría la participación panameña en la Ruta y la Franja de la Seda, un proyecto global de infraestructura y comercio impulsado por China. Pocos días después, tras una visita del secretario de Estado, Marco Rubio, arribaron cientos de migrantes extracontinentales expulsados sin garantías sobre su futuro destino, similar a lo sucedido en Costa Rica, pero en mayor número y peores condiciones.
Luego, CK Hutchinston, la empresa de Hong Kong concesionaria de los puertos de Cristóbal y Balboa, anunció la venta de estas y otras 41 operaciones en 23 países al conglomerado de inversiones estadounidenses BlackRock. De manera casi simultánea, el gobierno denunció a su matriz, Panama Ports Co., por presuntamente incumplir obligaciones contractuales, y la ha presionado para que abandone el país.
Se podría argumentar que la aceptación de migrantes, en extremo cuestionable por su vulneración de derechos humanos, fue una concesión puntual, sin grandes consecuencias a mediano y largo plazo. Las decisiones relacionadas con China o compañías de esa nacionalidad, por su parte, podrían justificarse como convenientes para reducir una influencia quizá excesiva.
Lo que no admite ningún artilugio argumental para justificarlo es el “memorando de entendimiento”, de 22 puntos, firmado el día 9 de este mes por el ministro de Seguridad panameño, Frank Abrego, y el secretario de Defensa, estadounidense, Pete Hegseth. El acuerdo permite la presencia a largo plazo, mediante un esquema rotativo, de tropas y armamentos estadounidenses en tres bases panameñas, para “entrenamiento” y “ejercicios”, así como para “almacenar o instalar” efectivos.
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Establece que contingentes de ambos países podrán realizar maniobras conjuntas, algo que podría inducir la militarización del país, que no tiene ejército. Incluye, además, el compromiso de que los “servicios prestados en materia de seguridad” sean compensados por ajustes en los peajes a sus buques guerra y auxiliares, “buscando un esquema de costo neutral”, lo que, en la práctica, conducirá a su uso gratuito del Canal.
El memorando ha sido defendido por el gobierno panameño como respetuoso de su soberanía, pero en realidad constituye una evidente imposición que la vulnera. Incluso, la versión en inglés omitió una cláusula incluida en la de español, según la cual Hegseth reconocía “la soberanía irrenunciable de Panamá” sobre el Canal y áreas adyacentes. El retroceso en la integridad nacional es evidente, y nada garantiza que ahora terminen las exigencias. Más bien, su rápida progresión da motivos de sobra para las dudas.
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Panamá ha sido uno de los países del hemisferio más cercano y alineado con la política exterior de Estados Unidos; su presidente, al igual que muchos otros líderes, un tradicional amigo. La alianza seguirá en los hechos y las formas, pero perderá sustento entre la población. La legitimidad de Mulino ha recibido un fuerte golpe, que debilitará su capacidad de gobernar. El saldo debe preocupar a ambos países.
