La preocupación por el rezago de la infraestructura nacional es una constante desde hace décadas. Aflora en la discusión pública una y otra vez, más como lamento que como problema por resolver, porque las estimaciones de la inversión requerida siempre caen lejos del alcance de las comprometidas finanzas públicas.
No obstante, las soluciones urgen, como queda en evidencia con los datos revelados por un reciente estudio del Laboratorio Nacional de Materiales y Modelos Estructurales (Lanamme) de la Universidad de Costa Rica sobre el estado de los puentes. La conclusión es difícil de creer y solo después de leída y repasada en más de una ocasión caemos en cuenta de que, en verdad, solo 10 de los 1.927 puentes instalados en rutas nacionales están en condición satisfactoria.
Hay 462 puentes en estado “alarmante” y 51 en situación de “falla inminente”. En esas dos preocupantes categorías, cae más de la cuarta parte de las estructuras. En 62 casos es necesario sustituirlas por completo y en otros 477 las obras de rehabilitación son urgentes. El deterioro de los puentes desatendidos es rápido. Así hemos llegado a la situación actual y, si no se ejecutan las intervenciones necesarias, los estudios futuros arrojarán resultados aún más alarmantes.
El gobierno espera la aprobación de un crédito del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) destinado a reparar infraestructura afectada por el huracán Julia, el año pasado, pero de los $700 millones del préstamo solo $215 millones se destinarían a puentes, porque también hay necesidades en carreteras, escuelas y otras obras. Apenas alcanzaría para intervenir 88 puentes contemplados en el proyecto del préstamo.
Para intervenir 489 de las estructuras en estado deficiente, el gobierno se vería obligado a invertir la totalidad del préstamo, según estimaciones de Adriana Monge, directora de Vías y Puentes del Consejo Nacional de Vialidad (Conavi). Quizás la mejor caracterización de las dimensiones del problema la ofreció el ministro de Obras Públicas y Transportes, Luis Amador, durante la presentación del plan de gestión de activos viales en octubre. Para recuperar las estructuras en mal estado, haría falta un plan de inversión de ¢45.000 millones anuales, durante 12 años, afirmó.
Una vez más, la estimación de los recursos necesarios se aleja de las posibilidades del país, al menos a primera vista. Mientras las exigencias se agigantan, los presupuestos para mantenimiento y desarrollo de infraestructura se encogen. Es preciso romper el círculo vicioso porque la alternativa es inaceptable por cuanto implica para la integridad física y calidad de vida de las personas, así como para el desarrollo económico.
Existen novedosos esquemas de financiamiento, como la llamada optimización de obras con el objeto de convertirlas en fuentes de recursos para el desarrollo de nueva infraestructura y mantenimiento de la existente. La desafortunada demagogia dirigida contra la concesión de obra pública y, en general, el cobro de peaje, limitó durante demasiado tiempo la posibilidad de una y otra cosa.
Es hora de abrir los ojos para entender que si el Estado no tiene los recursos para construir y mantener carreteras “gratuitas” (entre comillas porque nunca lo son) la única posibilidad es recurrir, como en todo el mundo, a cobrar por el uso de la infraestructura. También es necesario examinar los proyectos de obra nueva para decidir si deben tener prioridad sobre la reparación y mantenimiento. En el 2023, el Conavi se quedó sin presupuesto para estos fines a mediados de año y el próximo período no será mucho mejor.