
La Unión Europea (UE) acaba de dar un paso de gran trascendencia en el proceso de ratificación del Acuerdo de Asociación con el Mercosur, bloque integrado por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay. El miércoles 3 de este mes, la Comisión, que funciona como su órgano ejecutivo, avaló el instrumento jurídico, junto a otro complementario, y lo envió para la discusión y eventual aprobación de los Estados miembros –representados en el Consejo de Europa– y el Parlamento Europeo.
Esta nueva etapa, una de las últimas tras 25 años de erráticas negociaciones, será la más difícil de todas debido a la férrea oposición demostrada hasta ahora por países con gran peso, como Francia, Polonia y, en menor medida, Italia.
En ellos, los intereses agrícolas, que rechazan el tratado, son sumamente poderosos, y los dos primeros viven momentos políticos muy delicados. En Polonia, un presidente de derecha dura bloquea sistemáticamente la acción del gobierno encabezado por el primer ministro centrista; en Francia, una crisis de gobierno de enormes proporciones, aún sin salida clara, introduce nuevos factores de inestabilidad y complejidad en la toma de decisiones.
La ratificación en el parlamento regional será el paso menos complicado de ambos. Aunque existe un grupo considerable de eurodiputados opuestos, no cuentan con los votos necesarios para impedir su avance. En el Consejo, debido a las oposiciones o dudas nacionales ya citadas, la situación es mucho menos predecible. La ventaja es que, para que fracase en esta instancia, se necesita que voten en contra al menos cuatro Estados que, a la vez, superen el 35% de la población de los 27 integrantes de la UE. Además, el tratado cuenta con el entusiasta apoyo de países tan importantes como Alemania y España.
Para superar las objeciones nacionales y sectoriales –algunas, justificadas; otras, simples racionalizaciones de objetivos miopes–, la Comisión ha emitido una serie salvaguardas. La mayoría están destinadas a proteger eventuales impactos negativos en la agricultura, así como atender temas laborales y ambientales. En conjunto, parecen haber suavizado la posición de gobiernos dudosos, como el italiano, el holandés y el austríaco. Sin embargo, el resultado aún es de pronóstico reservado y dependerá en gran medida de las dinámicas de cada país.
Más que un acuerdo, que técnicamente lo es, la iniciativa implica una alianza de gran importancia política, económica y diplomática. Por esto, sorprende que grupos productivos apegados a sus más estrechos intereses lo rechacen y, peor, logren influir en decisiones gubernamentales. Es algo que solo ocurre en la UE. Los socios suramericanos, en cambio, ya han satisfecho sus inquietudes, aceptado los términos y están deseosos de la entrada en vigencia.
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Basta tomar en cuenta, para resaltar si importancia económica, que el Acuerdo crearía un mercado integrado de 700 millones de habitantes. Se estima que impulsaría las exportaciones europeas al Mercosur, que ahora representan 57.000 millones de euros anuales, en un 39%, no solo de manufacturas, sino también de productos agroindustriales, como vino, quesos y alimentos procesados. Hará más dinámico el comercio de servicios y otorgará más garantías y oportunidades a los inversionistas. De este modo, ayudaría a los países de la UE a compensar, en al menos un tercio, el impacto de los aranceles proteccionistas impuestos recientemente por el gobierno estadounidense.
A lo anterior hay que añadir que las ventajas para los integrantes del Mercosur, también sustanciales, no solo darán impulso a su desarrollo; también los convertirán en socios aún más estrechos de Europa, en un momento de enormes turbulencias geopolíticas y geoeconómicas. Esta dimensión, curiosamente, ha sido desdeñada –al menos hasta ahora– por Francia, el país que más ha insistido en la autonomía estratégica europea, que se vería enormemente beneficiada.
Un Acuerdo de Asociación tan integral como este consolidará también el liderazgo de Europa como abanderada del comercio internacional basado en reglas. Indirectamente, beneficiaría a todos los países que dependen de su existencia y dinamismo, como Costa Rica. Pero hay más: pondría de manifiesto que, a pesar de la diversidad de miembros, la UE mantiene su capacidad de tomar decisiones de gran calado; reforzaría su condición de aliado confiable y estable, y promovería valores compartidos en torno al trabajo, el ambiente y la democracia.
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Existen otras razones que, de manera apabullante, resaltan la trascendencia del acuerdo y la importancia de su ratificación, pero con las anteriores basta para destacar lo mucho y bueno que implica. Los beneficios de su éxito serán enormes; los perjuicios de su fracaso, demoledores. Y tocarán –lo uno o lo otro– no solo a las partes directamente contratantes, sino a también a instituciones y países en otras latitudes.