
La creciente ola de amenazas de bomba y balaceras en colegios y universidades exige una respuesta coordinada de, al menos, el Ministerio de Educación Pública (MEP), el Consejo Nacional de Rectores (Conare), el Ministerio de Seguridad Pública y el Organismo de Investigación Judicial (OIJ). Solo una estrategia conjunta permitirá desalentar una tendencia que ya genera miedo, desconfianza y pérdidas económicas.
Tan solo en el último mes, la Universidad de Costa Rica (UCR) recibió dos amenazas de ataque armado. La primera, el 16 de octubre, obligó a evacuar a unas 25.000 personas de la sede Rodrigo Facio; la segunda, difundida durante el pasado fin de semana, derivó en controles de ingreso y requisas en la Facultad de Ciencias Sociales desde este lunes. El Instituto Tecnológico de Costa Rica (Tec) también enfrentó tres alertas en menos de una semana: una, el viernes 14 de noviembre, lo que llevó a evacuar sus campus y trasladar las clases a la virtualidad durante tres días de esta semana; otra, la noche de este lunes; y la más reciente, este jueves. A ello se suma el caso del 30 de setiembre del 2024, cuando la UCR tuvo que desalojar tres edificios en la misma sede por una amenaza de bomba.
La coincidencia en todos estos casos es el método: correos electrónicos que anuncian ataques “inminentes”; algunos, enviados desde cuentas hackeadas, como la de una estudiante, en la amenaza más reciente a la UCR, o una cuenta institucional, en el caso del 2024.
La situación también ha ocurrido en colegios, donde, en este y en años pasados, se han debido suspender lecciones, activar protocolos y solicitar apoyo policial ante correos amenazantes, grafitis con fechas de supuestos ataques o publicaciones en redes sociales que prometían tiroteos. Los mensajes resultaron ser falsos o parte de imitaciones viralizadas en Internet. Sin embargo, la rutina escolar –exámenes, recreos, actos cívicos– se ha visto interrumpida una y otra vez por episodios que sí dejaron miedo, incertidumbre y desgaste emocional en estudiantes, docentes y familias.
Con tantos casos, resulta imperativo avanzar hacia una acción institucional conjunta que establezca protocolos con criterios homogéneos para responder, investigar, informar y prevenir. Ese camino exige decisiones concretas. Dado que cada una de estas advertencias se convierte en una denuncia ante el OIJ, es indispensable que el Poder Ejecutivo se convenza de fortalecer la capacidad financiera y tecnológica de la Policía Judicial para rastrear con precisión el origen físico y digital de las amenazas, y así identificar a los responsables con rapidez y eficacia.
También se vuelve esencial que, en conjunto con el Ministerio Público, se identifiquen las reformas legales necesarias para proteger la integridad de los estudiantes sin vulnerar sus derechos fundamentales como menores de edad. En particular, urge clarificar el alcance de la potestad de realizar requisas en colegios para impedir el ingreso de armas o drogas, así como evaluar si la legislación permite sancionar adecuadamente este tipo de amenazas sin caer en una criminalización desproporcionada.
Además, es imprescindible dotar a los centros educativos de recursos –no solo documentos– para prevenir el ingreso de armas y atender las crisis emocionales que con frecuencia están en el trasfondo de estos episodios. Ello exige claridad presupuestaria y un compromiso sostenido, porque ningún protocolo funciona si no cuenta con los medios para hacerse efectivo.
Paralelamente, es necesario valorar campañas internas y externas que expliquen el impacto que estas amenazas tienen sobre la comunidad educativa, que incentiven la denuncia y detallen las consecuencias legales para quienes las ejecuten, sean mayores o menores de edad. Una comunicación firme, pedagógica y sostenida puede disuadir a quienes intentan replicar estas conductas, que no hacen más que agravar la sensación de inseguridad ciudadana en un país ya golpeado por una ola de homicidios ligada al narcotráfico.
La inseguridad en los colegios está ampliamente documentada, y solo este año se han registrado varios episodios graves. En febrero, un estudiante de noveno del Liceo San Rafael de Alajuela fue apuñalado por dos compañeros. En abril, tres adolescentes armados con cuchillos irrumpieron en el Liceo Miguel Araya, en Cañas, para agredir a un alumno en el rostro. En setiembre, un hombre armado ingresó al Colegio Nocturno de Palmares de Pérez Zeledón para perseguir y amenazar a un estudiante –“Lo voy a matar”, gritaba en los pasillos–. Y hay hechos más trágicos: en mayo del 2003, un joven de noveno año asesinó a su compañero Michael Hernández Fajardo, de 15 años, en el Colegio de Venecia de Matina, Limón; y en el 2010, un colegial mató a quemarropa a Nancy María Chaverri Jiménez, directora del colegio Montebello, en Mercedes Sur de Heredia.
El país, indudablemente, no puede permitirse ni más violencia ni que la educación transite entre alarmas y evacuaciones. Asegurar que escuelas, colegios y universidades sigan siendo espacios de confianza exige decisiones institucionales firmes, coordinación y recursos suficientes. Se trata de construir una estrategia que prevenga, investigue y desaliente estas conductas sin sacrificar derechos ni caer en excesos.
