La alarmante violencia en las carreteras ya se acerca –e incluso podría superar– a la causada por la ola de homicidios. El panorama habla por sí solo: por tercer año consecutivo, el país se encamina a rebasar las 500 muertes en el sitio del accidente. Ya a mediados de octubre se contabilizaban 447 fallecimientos, una cifra cercana a los 513 del 2024 y a los 528 del 2023, el año más trágico desde 1994, cuando comenzó el registro anual.
Ese recuento, sin embargo, solo muestra una parte de la realidad. Diversos análisis –entre ellos uno del Centro para la Sostenibilidad Urbana– revelan que los decesos prácticamente se duplican cuando se incluye a quienes fallecen unos días o semanas después en los hospitales. Entre el 2012 y el 2023, el 53,5% murió en el lugar del percance, pero el 46,5% restante perdió la vida en el mes siguiente, a causa de las lesiones. Es decir, la dimensión real de esta crisis es mucho mayor de lo que solemos admitir.
El constante sonido de sirenas en las calles da una idea de la gravedad de la situación. Cada nueve minutos, en promedio, una ambulancia sale a socorrer a alguien por un accidente en carretera, según alertó la Cruz Roja en julio. Solo en el 2024, el Instituto Nacional de Seguros atendió a 45.570 lesionados, un promedio de 124 cada día, y diciembre fue especialmente devastador, con 4.535 heridos –146 por día–, la cifra más alta en 11 años.
La Caja Costarricense de Seguro Social también advirtió de un deterioro en la gravedad de las lesiones. Cada vez llegan más pacientes con fracturas múltiples que requieren varias cirugías (hasta cinco, solo en Ortopedia), amputaciones, pérdida de la función de algún miembro o daños permanentes en órganos vitales.
Un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) termina de mostrar que la problemática es extrema: Costa Rica encabeza la tasa de muertes en carretera entre todos los países del organismo, con 18 por cada 100.000 habitantes, en un análisis que abarcó el 2023 y la primera mitad del 2024. Detrás aparecen Colombia, con 16, y Estados Unidos, con 12. Como referencia, la tasa de homicidios en Costa Rica llegó a 16,6 por cada 100.000 habitantes, debido a 880 asesinatos en el 2024.
El que un país tan pequeño lidere una estadística tan dolorosa debería motivar acciones. Sin embargo, es un campo relegado por casi todos los gobiernos, lo cual se traduce en mínimas inversiones o decisiones erráticas.
Lo demuestra la cantidad de policías de tránsito que supuestamente deberían vigilar los 8.000 kilómetros de rutas nacionales. Hoy, hay menos oficiales que hace una década, pese a que la flota vehicular crece sin freno. Con apenas 682 oficiales –divididos en turnos y con parte del personal en labores administrativas– es imposible combatir las imprudencias. Por esta razón, no sorprende que las multas hayan disminuido. En el 2024 se emitieron 301.000, 98.000 menos que el año anterior. La diferencia es aún más evidente si se compara con el 2021, cuando se aplicaron 459.000.
Tampoco resulta extraño saber que la mitad de los motociclistas fallecidos circulaban sin licencia de conducir o revisión técnica, aunque cada año se incorporan 17.000 unidades nuevas a las calles, al punto de que hay 826.000 registradas –un 29% de la flota vehicular–, sin contar las bicimotos. Las consecuencias están a la vista. En lo que va del año, de cada 100 accidentes, en 65 hay involucrada una moto, y más de la mitad de las víctimas mortales no usaban casco certificado o simplemente no llevaban ese implemento de protección.
Todo esto se conoce porque se llevan estadísticas y, si el país invierte dinero en ellas, deberían utilizarse en la toma de decisiones, no solo para verlas y asustarse. Si el problema está claramente detectado –que la “matanza” vial va en aumento–, es momento de que este gobierno y quienes sean elegidos para gobernar a partir de mayo del 2026 se preocupen por delinear una estrategia de seguridad vial efectiva y destinar recursos suficientes para contrarrestar tanta siniestralidad.
No solo es vital incrementar la cantidad de oficiales y su presencia en carreteras. Especialistas en movilidad y seguridad coinciden en que se requiere avanzar hacia una fiscalización moderna, basada en tecnología y prevención. Esto implica cámaras inteligentes con reconocimiento de placas y velocidad, radares en puntos críticos, drones de monitoreo, auditorías periódicas para identificar zonas peligrosas y una infraestructura que reduzca los márgenes de error. A ello debe sumarse un sistema de educación vial más focalizado y riguroso, especialmente entre la población joven, y regulaciones más estrictas para motocicletas y bicimotos, que hoy aportan la mayoría de las víctimas.
Como advierten los expertos, nuestro país enfocó la vigilancia vial a lo punitivo, cuando lo que urge es un control preventivo que desincentive la imprudencia. La tecnología puede coadyuvar a ese fin. Sistemas como la videovigilancia crean la certeza de que las infracciones serán detectadas y sancionadas, lo que contribuye a reducir la sensación de anarquía que hoy impera en las carreteras. En palabras de los especialistas: la clave es que la ciudadanía vuelva a sentir que las reglas se cumplen y que las carreteras no son tierra de nadie.
