En Coloradito, cantón de Corredores, a 12 kilómetros de la frontera con Panamá, el Centro de Atención Temporal para Migrantes (Catem) mantiene recluidas a decenas de personas de países asiáticos y africanos, deportadas desde Estados Unidos. No cometieron ningún delito en nuestro país, no eligieron venir ni planearon quedarse.
Cuando huyeron del horror en sus países de origen, jamás previeron que terminarían atrapadas tras mallas de dos metros de altura, con alambre de púas, sin libertad de movimiento y sin traductores al español.
Desde los días 20 y 26 de febrero, cuando 200 extranjeros llegaron a suelo costarricense tras un acuerdo entre el gobierno de Donald Trump y el presidente Rodrigo Chaves, han transcurrido casi ocho semanas de encierro e incertidumbre. Hoy quedan internadas menos de 100 personas, provenientes de países donde se persigue la fe, se condena la disidencia, se arriesga la vida por ser mujer o por atreverse a hablar. Huyen del régimen talibán en Afganistán, de la represión política en Rusia, de la persecución religiosa en Irán, de cárceles clandestinas y amenazas de muerte. Y ahora, sin haber cometido falta alguna en Costa Rica, están privadas de libertad.
La promesa inicial del gobierno costarricense fue otra: una estadía temporal de un máximo de seis semanas. Pero el plazo se cumplió y las condiciones en que estas personas sobreviven dentro del Catem son tormentosas. Dormitorios sin ventilación, calor extremo, humedad persistente, falta de intérpretes y documentos personales –como pasaportes– les han sido retenidos. No pueden trabajar, no pueden salir, son vigilados día y noche y no pueden hablar libremente con la prensa, como lo verificaron La Nación, la agencia AFP y la cadena Telemundo.
La Defensoría de los Habitantes advirtió de que no se puede devolver a estas personas a países donde su vida o libertad estén en riesgo, pues nuestra legislación y los tratados internacionales lo prohíben expresamente.
El caso de Marwa, una madre afgana de 27 años que huyó del régimen talibán para poder estudiar, usar jeans y caminar libremente, refleja con crudeza la angustia. “Si vuelvo, moriré. Me matarán los talibanes”, narró a la agencia AFP a través de la malla desde un punto sin vigilancia, ocultándose entre matorrales. Su voz resume el dilema de muchos: “No podemos volver y tampoco quedarnos aquí. No conocemos la cultura, no hablamos español y no tenemos familiares como en Canadá, Estados Unidos o Europa”. A su esposo, Mohammad, de 31 años, los talibanes lo pusieron en la mira cuando retomaron el poder en 2021, debido a que vendía materiales de construcción a compañías estadounidenses. Hoy, para él, estar en el Catem es vivir encarcelado. “No tenemos libertad para salir; aquí dentro es como una cárcel”. También expresó su preocupación por el calor sofocante, la falta de ventilación y el llanto constante de los niños, agobiados por el encierro y altas las temperaturas.
Alireza Salimivir, un iraní de 35 años, también compartió su historia. Para él y su esposa, regresar a su país no es una opción: “Por nuestra conversión del islam al cristianismo, nos darán cárcel o muerte”, advirtió con el tono de quien ya ha enfrentado el miedo demasiadas veces. German Smirnov, un ruso de 36 años, originario de San Petersburgo, fue deportado de EE. UU. junto a su esposa y su hijo de seis años. Está convencido de que si regresa a la Rusia de Vladimir Putin, sería “torturado” por haber denunciado irregularidades en las elecciones del 2024. “Me darán a elegir: ir a prisión o a la guerra”, afirmó, consciente de que su activismo le cerró toda posibilidad de retorno seguro.
Sin duda, se trata de personas con cicatrices físicas y emocionales, y un miedo fundamentado. Costa Rica, por su larga tradición de refugio y defensa de los derechos humanos, no puede quedarse de brazos cruzados ni confinar a estas personas a la reclusión y la indefinición migratoria. El gobierno debe asumir la responsabilidad del compromiso legal y humanitario que aceptó al autorizarles el ingreso a suelo tico y actuar con celeridad para evaluar cada caso, permitir que quienes enfrentan peligro real reciban refugio sin trabas ni burocracia y asegurar condiciones de vida dignas mientras se resuelve su situación.
El Catem, como su nombre lo indica, es un centro de atención temporal para migrantes. No puede convertirse en un lugar donde se prolongue el sufrimiento de quienes solo buscan protección. Más aún, debe recordarse que los propietarios de la antigua fábrica Maderin ECO, de Faber-Castell, cedieron en 2018 el terreno, valorado en $3 millones, con la advertencia expresa de que el edificio no debía ser utilizado como un sitio de detención, sino como un espacio de refugio y auxilio para personas en necesidad. Así lo reveló el exministro de Comunicación Mauricio Herrera, gestor de la donación, en un artículo publicado en este diario.
Tampoco puede normalizarse este encierro con la excusa de que es parte de la política migratoria costarricense. Es urgente que el gobierno y su Ministerio de Relaciones Exteriores encuentren una solución definitiva, antes de que la promesa de una estadía temporal se transforme en una afrenta prolongada contra la dignidad humana, especialmente porque estas personas no están aquí por su voluntad, sino por un acuerdo entre políticos.
