
Bondy Beach, una bella y apacible playa de Sídney, fue escenario, el domingo, de una horrenda matanza impulsada por el odio, los prejuicios y el fanatismo que a lo largo de la historia han alimentado las aberraciones del antisemitismo.
Mientras centenares de adultos, niñas y niños celebraban, con alegría y en paz, su primera noche del Hannukah, o festival de la luz, un hombre de 50 años y su hijo de 24 abrieron fuego al unísono en su contra. La virtual carnicería solo cesó cuando la Policía abatió al primero y capturó al segundo. Pero el saldo ya era horrible: 15 muertos y 27 hospitalizados, según la información disponible hasta ahora.
Todo indica que los atacantes actuaron por cuenta propia, sin nexos operativos con ninguna célula terrorista organizada. Sin embargo, la Policía ha encontrado suficiente evidencia para considerar que estaban radicalizados por la ideología del grupo Estado Islámico. En este caso, el rencor exacerbado de dos personas fue el detonante de la violencia. Es una lección que siempre debemos tener presente.
El único acto ejemplar de tan nefasto episodio lo protagonizó Ahmed al Ahmed, inmigrante sirio de 43 años, quien desde 2006 vive en Australia. A riesgo de su vida, se abalanzó sobre el más joven de los atacantes e impidió que siguiera asesinando inocentes. Su decisión revela que, en medio de la intolerancia y las agresiones tan frecuentes en el mundo, existen seres humanos solidarios, dispuestos incluso a sacrificarse por sus semejantes.
Según las autoridades, esta ha sido la peor masacre sucedida en Australia durante las últimas tres décadas. Pero no es un hecho aislado, sino parte una cadena creciente de amenazas y agresiones de muy diversa índole contra la población judía alrededor del mundo.
Se han exacerbado desde los brutales ataques de Hamás contra Israel, en octubre de 2023, y las devastadoras e indiscriminadas represalias de su gobierno contra la población palestina en la Franja de Gaza. Por desgracia, personas ya intoxicadas de antisemitismo no diferencian entre el Estado israelí y el pueblo judío, y convierten la entendible solidaridad con los palestinos en odio sin distinción.
Hace apenas dos meses y medio, un hombre mató a dos personas e hirió a tres más de gravedad durante la celebración del Yom Kippur en una sinagoga de Manchester, en el Reino Unido. En febrero, un atacante apuñaló a un visitante del monumento al Holocausto, en Berlín. En setiembre del año pasado, un ciudadano paquistaní residente en Canadá fue arrestado bajo cargos de planear una masacre en un centro judío de Brooklyn, Nueva York. Cuatro meses antes, la Policía francesa ultimó a un hombre que amenazó a sus agentes con arma blanca, luego de que incendiara una sinagoga en la ciudad de Rouen.
Los anteriores son apenas algunos de los ejemplos más recientes de antisemitismo convertido en agresiones contra personas por el simple hecho de compartir una determinada religión, tradiciones e historia. La naturaleza individual de esos atentados, así como la cantidad de muchos otros, da una alarmante medida de lo que se ha extendido tan execrable actitud, y cuán difícil es prever que el resentimiento anidado en una persona la conduzca a actos criminales.
Aunque no se puede definir un perfil único del antisemita, por lo regular se trata de personas intolerantes, inseguras, ignorantes de la historia, cargadas de perjuicios o envidia, proclives a culpar a otros de problemas propios, consumidoras de desinformación y adictas a las teorías conspirativas. Además, a menudo sus distorsiones son potenciadas por terceros inescrupulosos, interesados en fomentar conflictos.
Su resultado más extremo y monstruoso fue el Holocausto: una maquinaria de muerte estructurada y conducida con toda frialdad y eficacia para eliminar a millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial, por considerárseles una “raza inferior”. Su eco resuena hoy, perturbadoramente, con cada nuevo atentado o intento de realizarlo. Por esto, el antisemitismo merece rechazo sin concesiones.
También debe recordarnos que cualquier tipo de odio inducido, sea político, étnico, religioso, nacional o identitario, lleva en sí el fermento de la violencia. El discurso que hoy deshumaniza a una persona o grupo es, en sí mismo, intolerable; peor todavía, se puede convertir en fuente generadora de agresiones contra la integridad y la vida de la gente.
Australia, y en particular su población judía, están de duelo. Pero no basta con la sincera condolencia, el dolor y el rechazo. Hay que desplegar una constante actitud de vigilancia y denuncia, contra el antisemitismo y cualesquiera otras formas de intolerancia y exclusión, en todas las latitudes y países, incluido el nuestro.
