
El 10 de diciembre del 2014, la Contraloría General de la República emitió un revelador y preocupante informe de auditoría sobre el estado e impacto de las políticas públicas respecto a los jóvenes que ni estudian ni trabajan: los llamados ninis.
Entonces, según el censo del 2011, representaban el 19,3% de la población entre 12 y 24 años cumplidos. El análisis, amplio y minucioso, concluyó que, aunque en los 25 años previos se habían creado varias instituciones para atender y mejorar su situación, el proceso había sido poco ordenado; la planificación y coordinación, insuficientes; y las soluciones, de reducida eficacia.
Hoy, la situación es aún peor, tal como revela una amplia información de nuestra periodista Irene Rodríguez publicada el sábado anterior. Sus consecuencias no solo vulneran a ese importante grupo, cuyos integrantes son, mayoritariamente, víctimas de una serie de factores que no pueden controlar y que les generan marginalidad, exclusión depresión y pobreza; también afectan al conjunto de la sociedad costarricense. Los ámbitos son tan diversos como la participación laboral, la productividad, la cohesión social, la delincuencia y la desigualdad. Estos factores, a la vez, contribuyen a reducir la participación electoral y a deteriorar la estabilidad política.
Los datos más recientes, recopilados por la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), de la que somos parte, indican que nuestros ninis representan en la actualidad al 21,3% de las personas entre los 15 y 25 años; es decir, alrededor de 150.000 jóvenes. Al compararnos con otros 23 países del grupo, la mayoría desarrollados, quedamos en el tercer peor lugar, solo superados por Turquía y Colombia, y con más del doble del promedio, que es del 12,8%. Incluso México y Chile, los otros de la región que son parte de la OCDE, están mejor.
El fenómeno, además, presenta grandes facetas de desigualdad, por género y región. Mientras el 15,9% de los hombres está en esa categoría, el impacto sube al 27,2% entre las mujeres. Y mientras en la región Central el porcentaje general es de 17,2, la Huetar Norte lo duplica, con 34,8.
Las causas de este agudo fenómeno son tan diversas como sus perjuicios. Quienes tienen esa condición por decisión personal constituyen minoría: según encuestas del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), citadas por el economista José Pacheco, de la Universidad Nacional, apenas un 11,89% dice que “no le gusta” estudiar ni trabajar. La explicación y las soluciones, por ello, hay que buscarlas en factores estructurales que, esencialmente, se refieren a políticas públicas y, en nuestro caso, a sus falencias.
Entre esos aspectos destacan las dificultades de acceso, baja calidad y escasa pertinencia de la educación y capacitación para una enorme cantidad de jóvenes, sobre todo aquellos de menores recursos. Es algo que durante la presente administración se ha deteriorado notoriamente. Basta señalar el derrumbe en los programas para la difusión y uso de las tecnologías de información y comunicación; la baja continua en el porcentaje del producto interno bruto dedicado al sistema educativo público, y los reducidos presupuestos para becas y comedores. Todo esto vulnera las posibilidades de insertarse en el mercado laboral.
Las mujeres en general –y esto no excluye a las más jóvenes– están en mayor desventaja. Debido a patrones culturales, deben dedicar más tiempo y esfuerzos, aunque sean muy jóvenes, a tareas hogareñas, que ni se definen ni se remuneran como trabajo. A esto se añade, en su contra, la ridícula cobertura y desdén por la red de cuido, que podría ser una solución para que, sobre todo las que aún deben cuidar de sus hijos pequeños, puedan obtener empleos dignos.
Otros factores son la escasa oferta laboral fuera de la región Central (por algo, las enormes diferencias regionales); la informalidad, con la consecuente falta de acceso a la seguridad social, y la cantidad de familias monoparentales o disfuncionales, generalmente sostenidas, precisamente, por las mujeres.
Tanto las causas como las posibles soluciones han sido de sobra estudiadas en Costa Rica y en otros países. Es decir, el repertorio de opciones de políticas públicas es amplio. Sin embargo, más aún que lo revelado por la Contraloría en el 2014, su calidad, precisión, coordinación y seguimiento son muy escasos. Entre tanto, el problema se perpetúa, con ligera tendencia al crecimiento; la pérdida en dignidad y capital humano se acentúa, y los efectos se extienden a toda la sociedad, en muchos casos de forma irreparable. No es momento para repartir culpas, sino para articular soluciones.