
El fenómeno de las cuarterías inseguras e insalubres que pululan en nuestra capital tiene una doble cara. Ambas son en extremo graves y deberían atenderse de manera simultánea, con impostergable sentido de urgencia y necesaria visión integral.
Por un lado, constituyen un desafío concreto. Se trata de las pésimas condiciones en que viven, o apenas sobreviven, miles de personas en la ciudad de San José, aunque también es probable que se manifieste en otras más de la Gran Área Metropolitana (GAM). Cómo mejorar su lamentable y ofensiva situación en términos que garanticen el respeto a la dignidad que merecen como personas, y sin que ello implique un cierre masivo de inmuebles que las deje en la calle, es la misión inmediata.
A la vez, su proliferación, sobre la cual los datos son aún incompletos e imprecisos, es síntoma de un grave problema estructural, con dimensiones económicas, sociales y, en última instancia, humanas. Se trata de la falta de oportunidades, la precariedad y hasta la indigencia producto de la marginalidad que afecta a una parte importante de nuestra población.
Muchas víctimas de tales situaciones viven en zonas rurales, donde la falta de empleo y la informalidad se agudizan; otras, en los precarios alrededor de las concentraciones urbanas. A ambos grupos se añaden las que se trasladan al centro de San José, además de otras ciudades, para habitar en espacios reducidos y riesgosos. En este caso, su principal objetivo es buscar posibles ocupaciones de corta o mediana duración, o –en el caso de migrantes de paso–, reunir fuerzas y fondos para seguir su camino. Antes era hacia el norte; ahora, hacia el sur.
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Como consecuencia, existe una necesidad apremiante de alojamiento barato, y propietarios de edificios en mal estado la suplen de las peores maneras posibles. Mientras en sus plantas bajas generalmente alquilan locales comerciales, las altas se convierten en laberintos para vivir. Tengan o no el nombre y la fachada legal de “hoteles” o de “apartamentos”, se trata, en realidad, de espacios pequeños, generalmente mal ventilados, oscuros, antihigiénicos e inseguros. De ahí la denominación de cuarterías.
Existen desde hace décadas, pero se han extendido de la mano de las necesidades y de la creciente precarización de zonas urbanas de la capital. Un inventario realizado en 2024 por la Municipalidad, Bomberos y otras instituciones, que solo abarcó los distritos Carmen y Merced del centro josefino, identificó 499 de esos inmuebles, que se estima albergaban a 15.000 personas. Quiere esto decir que la magnitud del fenómeno es mucho mayor, al igual que la marginalidad socioeconómica que refleja.
La atención prestada a las cuarterías, tanto de parte de las autoridades como del conjunto de la población, ha sido escasa y muy poco sistemática. Apenas se ha acentuado en emergencias y tragedias.
Durante la pandemia por covid-19 se presentaron múltiples casos de contagio en ellas, que condujeron a medidas de cuarentena de gran drasticidad e impacto en las condiciones de vida de sus ocupantes. Hubo entonces gran activismo de autoridades municipales, de bomberos, salud y organizaciones no gubernamentales. Sin embargo, el interés pronto comenzó a diluirse.
Este 2 de octubre, un incendio ocurrido en el hotel Oriental, en las cercanías del Mercado Borbón, cobró la vida de cinco personas. A pesar de que, según la Municipalidad, desde 2016 tenía los permisos en orden, lo cierto es que no contaba con un sistema de detección de incendios y una –quizá más– de sus puertas de emergencia estaba clausurada. Además, a pesar de que, según esas mismas fuentes, no calificaba como cuartería sino hotel, al menos uno de sus ocupantes llevaba años de vivir allí.
Este siniestro reactivó el aletargado activismo oficial. El 10 de octubre, un operativo de la Policía Municipal inspeccionó 29 cuarterías y clausuró 10 de ellas, incluida una que se presentaba como hotel. El 16, junto a representantes de otras instituciones, entre ellas el Patronato Nacional de la Infancia, fueron intervenidos otros establecimientos.
Lo ideal sería que la demanda de cuarterías se redujera como resultado de más oportunidades económicas y de una política social vigorosa y eficaz –incluyendo vivienda–. Sin embargo, ante su ausencia, hay que conjurar de inmediato sus peores manifestaciones habitacionales, mientras se impulsan medidas que conduzcan a mejorar sus condiciones de manera estable.
Las acciones de choque son mejor que la falta de ellas, pero poco ayudan para aminorar el problema. Los cierres de edificios deben aplicarse como último recurso, ante incumplimientos y condiciones intolerables y si existen mejores opciones para trasladar a sus habitantes; de lo contrario, pasarán de unas cuarterías a otras.
Lo que se impone es una política de inspecciones constantes, a cargo de todas las instituciones relevantes –Municipalidad, Bomberos, Salud, Trabajo, IMAS y PANI, entre otras–, la exigencia de cambios básicos en los inmuebles, y del cumplimiento riguroso, por parte de sus propietarios y operadores, de los protocolos de higiene y seguridad. ¿Un paliativo? Quizá, pero al menos conducirá a mejoras incrementales a lo que, en la actualidad, es una situación vergonzosa e intolerable.

