La sombra de un conflicto regional a gran escala que envuelva a múltiples actores beligerantes, con extendidas y devastadoras consecuencias, ha oscurecido de nuevo el Cercano Oriente. Tras años de amagos, amenazas y temores, el viernes se abrió la caja de Pandora bélica que tantos habían tratado de contener, pero que parece imposible cerrar a corto plazo. Por desgracia, bastarán pocos días para que, sea por determinación, errores o malos cálculos, los peores presagios puedan convertirse en realidad. Esperemos que no.
El viernes en la madrugada sucedió lo que ya parecía inminente: Israel lanzó un demoledor y preciso ataque contra múltiples blancos en Irán, mediante una operación militar impecable en su planeamiento y desarrollo, pero llena de interrogantes sobre sus consecuencias.
Destruyó buena parte de sus defensas antiaéreas y misiles de largo alcance. Causó serios daños a varias instalaciones para el procesamiento de uranio. Eliminó a tres de sus más importantes generales y, así, descalabró el primer nivel de sus líneas de mando militar; a dos de sus más connotados científicos nucleares, y al principal supervisor de un proceso de negociaciones que se venía desarrollando con Estados Unidos en torno a ese tema. De hecho, para el domingo se había planeado una sexta ronda de conversaciones bilaterales en Omán.
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La intención israelí, según declaró el primer ministro, Benjamín Netanyahu, es eliminar la capacidad iraní para construir bombas nucleares y, así, poner fin a lo que por décadas ha calificado como una “amenaza existencial” contra el país.
Razones tiene. Parte de la retórica de su teocracia chiíta dominante y de los actores políticos y militares más intransigentes en el régimen de Teherán, es la determinación de eliminar el Estado judío. La amenaza, además, va mucho más allá: que un régimen arbitrario y sin controles como ese pueda contar con armas de destrucción masiva representa un peligro regional y global.
La gran interrogante es si la mejor forma de evitar que Irán llegue al punto de no retorno en la construcción de un arsenal atómico –y que lo use contra los israelíes u otros países–, es el ataque directo, con todo lo que puede desatar, o las presiones, incentivos y negociaciones para alcanzar el mismo objetivo por otra vía. Fue este el camino seguido en 2015 por Estados Unidos, Francia, el Reino Unido, Rusia, China y la Unión Europea, pero que colapsó cuando, durante su primera presidencia, Donald Trump decidió abandonarlo.
Desde entonces, lo que pudo haber sido un proceso relativamente ordenado, aunque nunca seguro en sus resultados, dio paso a mayor inestabilidad y tensiones. De regreso a la Casa Blanca, Trump pasó de una retórica intransigente a negociaciones bilaterales con los iraníes, e incluso frenó hace pocas semanas el ímpetu bélico de Netanyahu. Finalmente, el ataque se produjo. Estados Unidos fue advertido de antemano, pero no estuvo involucrado en él.
Como era de esperarse, Irán no se ha quedado con las manos cruzadas, a pesar de su debilidad actual. Los grupos terroristas Hamás y Hezbolá, que han actuado como agentes de su expansionismo, han sido severamente diezmados por Israel desde que comenzó el conflicto de Gaza. El año pasado, un ataque israelí más contenido contra facilidades militares golpeó severamente su capacidad defensiva y ofensiva. La economía está en una crisis sin fin, y la población ha dado crecientes muestras de rechazo contra el régimen.
A pesar de lo anterior, mantiene un considerable músculo militar; sus apéndices irregulares, en particular los rebeldes hutíes, en Yemen, disponen de capacidad suficiente para atacar blancos regionales y descarrilar el tránsito marítimo por el mar Rojo. Además, cuenta con poderosos aliados chiítas en varios países del golfo Pérsico y, sobre todo, en Irak.
En lo inmediato, como era de esperarse, los iraníes respondieron el viernes en la noche con una lluvia de drones y misiles balísticos contra Israel. No ha sido devastadora, pero sí produjo destrucción y heridos, y abrirá una escalada de ataques y contraataques. Esta podría extenderse, incluso, contra blancos de terceros países y, en un extremo, contra bases militares estadounidenses en la zona.
Si algún país podría actuar como atemperador y evitar que se desate una guerra regional de enormes proporciones, es Estados Unidos, el único que tiene real ascendencia sobre Israel. Incluso el jueves, Trump había dicho que no estaba de acuerdo con un ataque. Sin embargo, la falta de una estrategia clara, la volatilidad de sus criterios y el virtual endoso que, el viernes, otorgó a los ataques israelitas, abren serias dudas sobre su posible papel.
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Los gobernantes iraníes deben comprender que si no renuncian a sus ambiciones nucleares bélicas y no entran en un proceso negociador serio –para el cual aún existe una mínima ventana de oportunidad–, están condenados al fracaso; los israelíes, por su parte, deben tener claro que, dada la dispersión y blindaje de las facilidades de enriquecimiento de uranio de ese país, su eventual destrucción no está asegurada. Incluso, un posible colapso del régimen podría generar un peligroso y envolvente caos.
Lo sensato, por ello, es buscar una salida que no pase por la opción militar definitiva. Pero la sensatez, por desgracia, es lo que más escasea cuando las armas pasan al primer plano.
