Lo más espectacular de la ruptura entre el presidente Donald Trump y el multimillonario Elon Musk, que acaparó el ciclo noticioso estadounidense esta semana –y quizá siga haciéndolo en la próxima–, fue la exposición pública, agresiva y sin filtros de sus crecientes diferencias, monumentales conflictos, ácidos reclamos y amenazas múltiples. En un gobierno tan proclive al espectáculo, este ha superado todo precedente, con trasfondos múltiples y asombro generalizado, aunque sin grandes sorpresas.
Durante la etapa final de la campaña electoral estadounidense y en los primeros cuatro meses del actual gobierno, Trump y Musk forjaron un binomio simbiótico en sus visiones políticas, apoyo mutuo, aliados y enemigos compartidos. Pero bastaron esos cuatro meses de interacción en la cúpula para que se sumieran en una virtual lucha cuerpo a cuerpo que ha quedado expuesta en tiempo real, desde las redes sociales que ambos controlan y otros podios a los que tienen acceso. Su escenificación superó el egocentrismo y cayó en la megalomanía descontrolada.
Esto, en sí mismo, resulta preocupante, pero lo es aún más lo que nos dice sobre el actual funcionamiento –podríamos decir decadencia– del sistema político estadounidense. Su mayor revelación es la influencia extrema que han llegado a tener en la política el dinero y –en esta administración– el poder de plutócratas de viejo y nuevo cuño, con enorme capacidad, formal e informal, para incidir en la toma de decisiones. Musk es solo uno de ellos.
A lo anterior se añade –y el pugilato también lo revela– un sistemático desdén de Trump y su círculo cercano por las normas; incluso por anclajes básicos de la Constitución. En su lugar, prevalece el imperio de la lealtad, el sentido transaccional y la voluntad personal como variables operativas del Ejecutivo, que se proyectan al resto de las instituciones. El papel jugado hasta hace pocos días por el multimillonario “amigo” es resultado de este fenómeno; también, el desastre al que condujo.
Durante la campaña electoral, el hombre más rico del mundo se volcó activamente a favor del entonces candidato republicano. Le aportó casi $300 millones en contribuciones, lo acompañó en múltiples actividades públicas, puso a su servicio la red social X, de la que es propietario, y luego prometió destinar $100 millones más para impulsar, en las elecciones de medio periodo del próximo año, candidatos al Senado y la Cámara afines al presidente. Así, compró influencia.
El triunfo implicó una ganancia inmediata para Musk, cuya cercanía con Trump fue vista como un activo intangible de enorme valor, por su potencial de otorgar beneficios a las empresas que controla. Además de dueño de X, es creador y accionista dominante de Tesla (automóviles eléctricos), xAI (inteligencia artificial), SpaceX (espacio), su subsidiaria StarLink (satélites), y otra serie de compañías. Todas ellas dependen o se benefician de regulaciones administrativas, subsidios y contratos gubernamentales, en particular las dos últimas.
Ya en la Casa Blanca, el presidente nombró a Musk a la cabeza de un inexistente “departamento” encargado de mejorar la eficiencia del Gobierno Federal. Su arbitrario y caótico desempeño, así como el creciente rechazo del gabinete, sumados a la caída vertiginosa en las ventas y ganancias de Tesla, hicieron que se apartara del cargo para concentrarse en los negocios. Trump lo despidió con grandes elogios el viernes de la pasada semana.
Ya para entonces habían aflorado diferencias por sus críticas a las políticas migratorias y arancelarias, pero no pasaron a más. Si se originaron en convicciones reales o en que afectan negativamente sus negocios, queda para las especulaciones. Pero lo que condujo a la pirotécnica ruptura, en apariencia definitiva, fue su brutal arremetida contra el proyecto de ley más consecuente impulsado por Trump. Aunque está plagado de desaciertos y podría tornar incontrolable a mediano plazo la deuda pública federal, ya fue aprobado por la Cámara de Representantes y ahora lo discute el Senado. Entre otras cosas, Musk lo calificó como “una asquerosa abominación” y pidió a los senadores rechazarlo.
Esto fue la gota que colmó el vaso. El presidente respondió con una avalancha de mensajes y declaraciones tan violentos como los de su ahora rival, e incluso amenazas de eliminar contratos federales con SpaceX y Starlink. Como resultado, sus acciones, y también las de Tesla –que se vería afectada por los recortes de subsidios a autos eléctricos que contempla la legislación en proceso–, se desplomaron, aunque luego se han recuperado parcialmente.
En un gobierno conducido bajo el principio de legalidad, con apego a las buenas prácticas y un mínimo de pudor por la buena conducta de su principal dirigente, nada de lo anterior habría ocurrido. No se habría nombrado en tareas tan cruciales a un plutócrata amigo como Musk por el hecho de serlo, ni se le habrían otorgado poderes de decisión sobre infinidad de departamentos gubernamentales. No se habría considerado con seriedad la posibilidad de llegar a manipular políticamente prebendas o contratos en función de afinidades o rechazos, y menos el presidente se habría sumergido en un espectáculo público de recriminaciones.
Pero ocurrió. El escándalo actual lo ha dejado al descubierto con preocupante crudeza. Y lo peor es que se trata solo de un ejemplo, inusitado en su espectacularidad, pero no en su naturaleza. Debería servir como un nuevo llamado de advertencia para los líderes políticos responsables y los ciudadanos estadounidenses en general.
