
Ha sido una decisión contundente, valiente, ejemplar y bien fundada; también, histórica. El jueves, por votación de 4 a 1, la sala primera de la Corte Suprema Federal de Brasil declaró al expresidente Jair Bolsonaro culpable por cinco cargos vinculados con sus intentos por desconocer la voluntad popular y mantenerse en el poder tras su derrota electoral del 31 de octubre de 2022. Casi de inmediato, le impuso una condena de 27 años y tres meses de cárcel.
Junto a él fueron sancionados con otras penas cinco conspicuos militares –tres generales, un almirante y un teniente coronel– y dos civiles.
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Es la primera vez en la historia republicana brasileña que se produce una decisión de esta índole. Las razones sobran. Incluyen la abundante evidencia de los intentos sediciosos presentada en el juicio; una Constitución que, tras la dictadura militar que controló el país entre 1964 y 1984, fortaleció la independencia del Poder Judicial; magistrados dispuestos a ejercerla, y un Ejecutivo respetuoso de la separación de poderes.
El mensaje es doble: primero, nadie está por encima de la ley; segundo, la integridad de la democracia puede y debe defenderse desde sus propias instituciones y con apego al Estado de derecho.
El más destacado de los hechos ventilados en el juicio se produjo el domingo 8 de enero de 2023, una semana después de que el actual presidente, Luis Inácio Lula da Silva, ocupara el cargo. Ese día, como parte de un plan premeditado, turbas partidarias de Bolsonaro, se lanzaron a asaltar las sedes de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial en Brasilia. Su objetivo: doblegar el corazón del poder y forzar la salida de su recién estrenado sucesor. Fracasaron, gracias a la acción de fuerzas de seguridad leales a la institucionalidad y al abrumador rechazo popular.
Pero la trama era de más larga data. Incluyó descalificar el proceso electoral, en el que pretendía reelegirse; anular las elecciones; asesinar a altas autoridades del Estado, incluido Lula, tras su triunfo, y crear un gobierno interino con la complicidad de la cúpula militar. El rechazo de sus más altos mandos, sin embargo, frustró el esquema.
La evidencia en su contra fue tan abundante e incontrovertible que la defensa se basó más en tecnicismos que en sustancia. Incapaz de negar la mayoría de los hechos, intentó presentarlos como ejercicios hipotéticos sin intenciones sediciosas.
Solo uno de los cinco altos jueces rehusó condenarlo. De este modo, se abrió la posibilidad de una apelación ante el pleno de la Corte, integrado por 11 titulares. Sus posibilidades de éxito son muy remotas, pero sin duda surgirán otros intentos por mantener vivo el caso y, eventualmente, lograr un indulto en el Congreso. Sin embargo, muchos especialistas consideran que, dada la magnitud de los cargos probados, esta opción es legalmente imposible.
Las grandes interrogantes que se mantienen abiertas son, sobre todo, políticas: en qué medida su prisión lo convertirá en símbolo, si dará ímpetu a los sectores que lo apoyan, algunos visceralmente, y si podrá constituirse en un factor determinante en las elecciones del próximo año. Por el momento, muchos de los anteriores aliados conservadores de Bolsonaro, potenciales candidatos opositores, han tomado prudencial distancia de sus intentos golpistas.
Otra pregunta es hasta qué punto Donald Trump, su gran fuente de apoyo externo, intentará seguir actuando a su favor. Lo ha hecho de manera ostensible, incluso intervencionista, antes del juicio, que calificó como un montaje político y trató de frenar.
A principios de agosto, decretó aranceles punitivos del 50% a una gran cantidad de exportaciones brasileñas a Estados Unidos, retiró las visas al ministro de Justicia y ocho de los 11 magistrados de la Corte Suprema, e impuso sanciones extremas –usualmente reservadas a violadores de los derechos humanos– a Alexandre de Moraes, el más conspicuo de ellos e instructor del caso. Tras el fallo, el secretario de Estado, Marco Rubio, dijo que su país “responderá en consecuencia a esta cacería de brujas”.
El fracaso de estas acciones ha quedado de manifiesto con su firme rechazo por los magistrados y el presidente; además, han estimulado la maltrecha popularidad de Lula, que pretende reelegirse, y el sentimiento patriótico de los brasileños. Pero las presiones podrían mantenerse y hasta acentuarse, con grave y prolongado perjuicio para las relaciones comerciales, diplomáticas y de defensa entre ambos países. Sería lamentable.
Lo realmente crucial, sin embargo, es que, en el marco de la institucionalidad, la democracia más populosa de América Latina logró frenar una conspiración golpista, y que sus responsables han sido sancionados mediante un debido proceso judicial. Es una gran noticia para Brasil y su integridad institucional, con ejemplar impacto en todo el hemisferio. Debemos celebrarla y tomar nota.