En tiempos en que las fronteras se cierran para las personas migrantes, la comunidad cuáquera de Monteverde ofreció una lección de humanidad al abrir sus puertas y tender la mano a seis familias deportadas a Costa Rica por la administración de Donald Trump. Su gesto confirma que la solidaridad, pese al marcado individualismo de nuestra sociedad, todavía existe y es una fuerza poderosa.
Desde julio, los vecinos de Monteverde les dan techo, ropa, comida y hasta una mesada a los 17 miembros de estas familias provenientes de Rusia, Armenia, Azerbaiyán y Afganistán, que llegaron en febrero al país entre dos centenares de personas expulsadas. Pasaron casi cinco meses recluidos en el Centro de Atención Temporal para Migrantes (Catem), en Paso Canoas, cerca de la frontera con Panamá, hasta que la Sala Constitucional ordenó a la Dirección de Migración y Extranjería liberarlas y otorgarles un estatus migratorio.
Para los cuáqueros, abrir puertas es parte de su historia. En 1951 también cruzaron fronteras en busca de un lugar para vivir sin violencia ni miedo y eligieron las montañas de Monteverde. Hoy forman parte de un pequeño pueblo de casi 5.400 habitantes, que en 2021 se convirtió en el cantón número 12 de Puntarenas. Entre ellos está Jennie Mollica, estadounidense que vive desde hace nueve años junto a su hija.
“Queríamos ofrecerles a esas familias esa seguridad de saber que podrían seguir tomando decisiones en paz, con tranquilidad”, contó Mollica, una de las que instó a la Asociación Los Amigos de Monteverde –comunidad cuáquera integrada principalmente por estadounidenses– a solicitar a otra organización cuáquera, la American Friends Service Committee (AFSC), brindar ayuda temporal a una familia. Al final, fueron seis. Sin conocerlas, dieron cobijo a cinco en Monteverde y a una en Liberia, como lo relató la periodista Natasha Cambronero en el reportaje titulado “Los expulsados por Trump que hallaron amigos en Costa Rica”, publicado el pasado 12 de octubre.
Inicialmente, al país llegaron 200 personas en dos vuelos, 119 adultos y 81 menores de edad, originarios de India, China, Nepal, República Democrática del Congo, Turquía, Uzbekistán, Rusia, Armenia, Azerbaiyán y Afganistán. El presidente Rodrigo Chaves aceptó recibirlas con la esperanza de que Trump no impusiera aranceles a las exportaciones. “No creo que lo vayan a hacer”, dijo sobre los aranceles, y para convencer de que era vital aceptar el acuerdo usó la frase “amor con amor se paga”. Ese emotivo discurso se disipó cuando la esperada solidaridad comercial no llegó.
Trump terminó ordenando tarifas del 15% para Costa Rica, las mismas que impuso a Ecuador, Venezuela y Bolivia, e incluso superiores al 10% aplicado al resto de Centroamérica, con la excepción de Nicaragua, que recibió 18%. Los aranceles se convertirán en un golpe a la competitividad de los productores ticos.
La esperanza también se les desvaneció a los deportados cuando quedaron confinados en el Catem. No son delincuentes y nunca pidieron venir a Costa Rica; sin embargo, las autoridades nacionales les vulneraron el derecho a la libertad, como sentenció la Sala IV en junio. Incluso después de que los magistrados ordenaron otorgarles un estatus migratorio, en la práctica nada cambió. Siguen sin Documento de Identidad Migratorio para Extranjeros (Dimex), lo que les impide solicitar empleo, asegurarse en la CCSS o abrir una cuenta de ahorros en un banco.
En ese limbo migratorio del que aún no salen, el caso del azerbaiyano Azar Yusifov, de 40 años, pone rostro a la incertidumbre. Está en Monteverde con su esposa, Vusala, de 43 años, y su hija Inji, de 8. Agradece el buen trato, el hospedaje, la comida y el dinero que les dan, pero siente vergüenza: “Quiero trabajar y mantener a mi familia con mi propio dinero”, dijo.
La barrera del idioma y la falta de arraigo lo empujan a considerar un regreso a Estados Unidos, donde su esposa tiene familia. Volver a Azerbaiyán no es una opción; allí comenzó a ser perseguido políticamente después de imprimir y pegar carteles de un partido opositor.
Se desconoce cuántos de los 200 deportados siguen en el país. Al menos cinco escaparon del Catem, otros volvieron a sus naciones y cerca de 85 se negaron a un retorno voluntario. Es el caso del ruso German Smirnov, de 36 años, su esposa Anastasia y su hijo Timur, de 6, quienes huyeron por el temor a represalias por su intento de denunciar un presunto fraude en las elecciones que dieron el tercer mandato consecutivo a Vladimir Putin, en 2024, con el 88% de los votos. Smirnov teme lo peor. Siente que, para el gobierno, dejaron de ser personas y se convirtieron en un estorbo; a menudo se pregunta con dolor cómo un pacto con Estados Unidos terminó por arruinarles la vida.
En medio del abandono que sufren estos migrantes, la comunidad cuáquera de Monteverde les ofreció un lugar desde donde empezar de nuevo. Su solidaridad es un ejemplo para todos los costarricenses, cuya reacción en todo este tiempo ha sido de completa indiferencia.
