
Visto desde su indicador más general, el quinto Informe nacional de competitividad (INC), que se presentó el viernes 7 de noviembre, genera cierto optimismo. Su Índice de Competitividad Nacional arrojó el valor más alto en cinco años: 56,2 puntos de 100 posibles, 1,7 más que en el 2024. Más allá de este indicador, sin embargo, el estudio revela una realidad nacional inquietante.
Al desgranar sus resultados emerge un panorama de grandes contrastes. Los avances en pocas áreas se mezclan con retrocesos severos en otras, sobre todo de índole social, y las desigualdades múltiples revelan un país fragmentado en su capacidad de crear mejores condiciones de vida para todos.
El INC nació en el 2021, gracias a la iniciativa del Consejo de Promoción de la Competitividad (CPC), una organización privada sin fines de lucro, que se financia con el aporte de diversas empresas nacionales o asentadas en el país. Se basa en una rigurosa metodología que, a partir de fuentes diversas, explora el desempeño de cada cantón del país en tres dimensiones: ambiente apto o habilitante para competir, capital humano y factores económicos. Estos se descomponen en seis pilares que, a su vez, incluyen decenas de indicadores.
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Su diseño permite determinar la realidad y comparar el desempeño de cada cantón en un conjunto de dimensiones, pilares e indicadores, y obtener promedios nacionales en todos ellos. En esta oportunidad, además, el INC propone, por primera vez, avanzar “de la medición a la acción”, mediante una agenda a largo plazo e iniciativas de transformación estructural.
Lo primero que salta a la vista es que un solo pilar –la adopción de tecnologías de información y comunicación (TICS)– explica el 72,7% de la mejora en el promedio del Índice; así ha ocurrido, con otras proporciones, durante los cinco años del estudio. Es una variable en la cual, aunque inciden las acciones estatales, gran parte del avance se debe a la competencia entre proveedores privados desde la ruptura del monopolio de las telecomunicaciones.
En cambio, el mayor deterioro ocurre en seguridad, que en el quinquenio bajó de 54 puntos en el 2021 (con datos del año previo) a 40,4 en el Índice actual. Además, se han producido deterioros en salud –en particular, mortalidad infantil–, en dinamismo de mercados y en la recolección y aprovechamiento de residuos. Estas son variables cuyo desempeño depende, en muy buena medida –aunque no únicamente–, de las políticas públicas y la acción estatal, sea del Ejecutivo o las municipalidades.
Su desempeño muestra una enorme desigualdad territorial. Al tomar en cuenta todos los indicadores, nueve de los diez cantones más competitivos del país están en la Gran Área Metropolitana (GAM), con puntajes que van desde 71,8 en Belén a 62,1 en Flores. Los diez más rezagados, en cambio, se agrupan en torno a las costas y las fronteras. La valoración más alta entre ellos es de apenas 48,2 en Buenos Aires; la más baja, en Garabito, de 45,6.
Este contraste revela un enorme fallo en el diseño de abordajes adecuados para acercar los niveles de desarrollo y bienestar entre una injusta “periferia” –tanto socioeconómica como geográfica– y un “centro” que se beneficia de las mayores oportunidades y los mejores servicios. Lo único que ha mejorado en este sentido, aunque levemente, es el porcentaje de jóvenes que asisten a colegios técnicos respecto al total de matriculados en secundaria, con un incremento mayor fuera que dentro de la GAM.
Además de un grave impacto humano, el menor y más deteriorado nivel de vida en las zonas costeras y fronterizas ofrece grandes oportunidades a la delincuencia organizada para el control territorial. En ausencia de fuentes de empleo y de adecuado acceso a servicios públicos, la tentación de caer en las redes de narcotraficantes es enorme. Esto, a su vez, deteriora aún más la seguridad en todos los niveles.
El Índice nos recuerda, apropiadamente, que la competitividad no solo descansa en factores macroeconómicos o empresariales. De igual importancia son “los sociales, institucionales y territoriales, que determinan la capacidad real de un país para generar bienestar”. En todos ellos se impone avanzar si queremos mejorar las condiciones de vida de manera integral y justa.
Además de frenar el deterioro, tarea urgente, es necesario articular una agenda transformadora de largo plazo. El Informe la propone, a partir de cinco factores estructurales que, desde abril del 2022, fueron identificados por el Ministerio de Planificación en la hoja de ruta estratégica PEN-Mideplán 2050. Son infraestructura y conectividad; capital humano e innovación; inclusión social y territorial; desarrollo económico sostenible, y descarbonización y sostenibilidad. Aquí, la labor del Estado debe ser el eje de una acción que incorpore a múltiples actores, con metas compartidas y un sentido de búsqueda común. Tras una administración desdeñosa de ellos, esperamos que el próximo gobierno asuma la tarea con responsabilidad.
