
El impuesto a la propiedad de los vehículos debería ajustarse al principio de que el pago sea proporcional al valor. Sin embargo, el sistema propicia distorsiones y hoy cobra casi lo mismo a quien tiene una motocicleta de lujo que a quien posee un vehículo con muchos años de uso. En el marchamo 2026, por ejemplo, una potente moto de marca europea del año 2016, con valor fiscal de ¢6 millones, tributará ¢29.000, lo mismo que un carro modelo 1998, cuyo valor fiscal apenas alcanza ¢1,3 millones.
Esta inequidad convierte un impuesto patrimonial en una fórmula que fomenta privilegios, como lo hizo ver el periodista Esteban Oviedo, jefe de Redacción de La Nación, en su columna publicada el 5 de noviembre. En su análisis, expuso el absurdo. Por ejemplo, una motocicleta japonesa del año 2025, con un valor fiscal de ¢4,3 millones, paga apenas ¢15.300 de impuesto, mientras que un automóvil japonés, 15 años más viejo, con valor similar, ¢87.000. También mostró que por una moto de ¢3,7 millones se paga menos por el tributo a la propiedad que por el IVA incluido en el seguro obligatorio.
Los datos, por sí solos, muestran cómo se altera la proporcionalidad sobre la que debería construirse cualquier impuesto justo, y evidencian la necesidad de que el Ministerio de Hacienda y la Asamblea Legislativa revisen y corrijan este desequilibrio, que comenzó desde 1987, con el artículo 9 de la Ley N.º 7088, la cual estableció el impuesto a la propiedad de vehículos automotores, embarcaciones y aeronaves.
Muchas motocicletas son herramientas de trabajo. Reconocemos que la mayoría de estas unidades –pequeñas, de baja cilindrada y con valores que a lo sumo alcanzan ¢1,5 millones– forman parte del sustento diario de miles de costarricenses, que las usan para repartir productos, trasladarse al trabajo o prestar servicios. Sin embargo, consideramos fundamental evaluar la situación de las de mayor precio o de alta gama que, pese a sus características, pagan un impuesto irrisorio comparado con el de un vehículo del mismo valor fiscal.
Esta revisión cobra mayor peso justo cuando se prevé recaudar ¢162.000 millones por concepto de impuesto a la propiedad del 2026 –¢3.000 millones menos que en el 2025–, pese a que para el 2026 hay 58.000 marchamos más en cobro. Incluso, es momento de revisar si es equilibrada la Ley de Modificación al Impuesto sobre la Propiedad de Vehículos Automotores, Embarcaciones y Aeronaves (N.º 10390), que entró en vigor en el 2023, redactada por los diputados. Se tendría que sopesar, además, que el impuesto, en parte, debe destinarse a la mejora y construcción de obras públicas.
Cabe recordar que el marchamo es un pago anual compuesto por el Seguro Obligatorio de Automóviles (SOA), distintos timbres y tasas, y el impuesto a la propiedad. El SOA financia la atención médica de las víctimas de accidentes de tránsito y, en el caso de las motocicletas, su costo es más alto porque la frecuencia y la gravedad de los siniestros también lo son. El impuesto a la propiedad, en cambio, tiene una naturaleza distinta pues, como dijimos, es un tributo patrimonial.
Ahí está el problema. Las tablas para calcular los tributos de las motos y los automóviles son muy diferentes. La de estos últimos comienza con un impuesto de ¢23.100 para un vehículo con un valor de hasta ¢220.000, mientras que la de las motos se inicia en ¢3.000 para una de un valor máximo de ¢1.760.000. A partir de ahí, se aplica una escala de tasas muy bajas que no distinguen entre una motocicleta utilizada para trabajar y una de lujo. A ello se suma una depreciación acelerada, que asume una vida útil de solo 10 años, lo cual reduce rápidamente el valor fiscal y el monto a pagar. Esta combinación empuja hacia abajo la base imponible y la cuota final.
En contraste, la tabla aplicable a los automóviles no solo parte de una tarifa mínima más alta, sino que establece una escala de tasas progresivas mucho mayores que las de las motocicletas. En los autos, las escalas máximas llegan hasta un 3,5%, mientras que en las motos, apenas a un 1,25%. Además, la vida útil para los vehículos es de hasta 15 años, lo que permite mantener un valor fiscal más cercano a la realidad económica del bien y, por ende, un impuesto más coherente con su verdadero valor patrimonial.
Solo para poner en contexto la incongruencia, planteamos lo siguiente: sería impensable que el impuesto a las viviendas cobrara lo mismo por una casa de ¢40 millones que por otra de ¢100 millones. Sin embargo, eso es lo que ocurre hoy con el impuesto a la propiedad de motocicletas, pues el sistema trata igual a una herramienta de trabajo que a un bien de lujo.
En un país que aspira a un sistema tributario más justo, resulta insostenible mantener un impuesto que desconoce su propio principio de equidad. Corregir este desequilibrio es un deber político y ético. La Dirección General de Tributación y los diputados tienen la responsabilidad de revisar las tablas, actualizar los criterios y devolverle coherencia a un sistema que está premiando patrimonios más altos.
