Con miras a las elecciones del 1.° de febrero de 2026, en las que designaremos presidente de la República y a 57 diputados, es imprescindible que los partidos y sus dirigentes ejerzan una vigilancia responsable en la selección de candidaturas, especialmente para la Asamblea Legislativa, y también en las fuentes de financiamiento.
Hacemos este llamado con respeto pero con profundo sentido patriótico, porque cada vez es más evidente que el narcotráfico no se conforma con controlar rutas marítimas, puntos de acceso por costas, puertos o territorios vulnerables, sino que apunta a infiltrarse en el Estado para incidir en decisiones que protejan sus redes ilícitas.
Más que una medida preventiva, este esfuerzo es una condición de supervivencia política. No se trata solo de excluir a personas o capitales dudosos, sino de preservar la credibilidad de los partidos como pilares de la democracia. Aquellos que bajen la guardia, que acepten perfiles cuestionables, no solo pondrán en riesgo la institucionalidad, sino que perderán irremediablemente la confianza del electorado. En una democracia que se fortalece desde las urnas, eso equivale a cavar su propia tumba.
La amenaza se vuelve inminente si se considera que el modelo estatal de financiamiento electoral presenta debilidades que pueden ser aprovechadas por el crimen organizado. El esquema de “deuda política”, que opera bajo un reembolso condicionado a resultados mínimos en las urnas (como obtener al menos un diputado o alcanzar el 4% de los votos válidos), deja a muchos partidos en una posición vulnerable al inicio de sus campañas.
Esta situación, combinada con la reticencia de los bancos a otorgar créditos ante el riesgo de impago, obliga a las agrupaciones a recurrir a fuentes alternativas de financiamiento que, en algunos casos, escapan por completo al control institucional.
En ese terreno fértil para la opacidad han emergido prácticas riesgosas: estructuras paralelas de recaudación y lobbies encubiertos, por ejemplo. Estos factores “abren espacio para dinero proveniente del crimen organizado o del narcotráfico”, como advirtió el especialista en delitos electorales, Andrei Cambronero, jefe del despacho de la Presidencia del Tribunal Supremo de Elecciones (TSE).
Hay señales. En 2019, el TSE denunció a un partido por presuntamente financiar su campaña con “bolsas de dinero en efectivo”, pero la Fiscalía no halló pruebas. En 2021, la Asamblea Legislativa intentó investigar la presunta penetración del narcotráfico en la política por aparentes vínculos de dos bandas y figuras políticas como un diputado, un alcalde y un regidor. En 2022, el TSE señaló a otro partido por montar dos estructuras de financiamiento “opaco, clandestino y oscuro”; en este caso, sí hay prueba suficiente y ya se presentó la acusación. Luego, en 2023, al inicio de la campaña municipal, un aspirante a alcalde denunció que la dirigencia de su partido aseguraba contar con $6 millones cuyo origen se ignoraba. En abril de ese mismo año, el Organismo de Investigación Judicial (OIJ) les interceptó una llamada a dos sospechosos de tráfico internacional de cocaína líquida quienes pensaban financiar candidaturas para alcalde para poder consolidar sus operaciones de lavado de dinero.
Y ya en esta administración, dos presidentes ejecutivos de entidades autónomas fueron destituidos tras reportajes de La Nación y Telenoticias que revelaron posibles nexos con miembros de bandas de narcotráfico. A uno, el OIJ le interceptó una llamada en 2021 en la cual habría ofrecido suministrar cocaína a un presunto jefe narco; al no comprobarse la entrega, la Fiscalía desestimó el caso. A todo ello se suma la advertencia de la misión de observación de la Organización de Estados Americanos (OEA) tras los comicios municipales de febrero de 2024. Su informe final expresó preocupación “por el riesgo del ingreso del crimen organizado y, con ello, de fondos ilícitos –especialmente provenientes del narcotráfico– en la competencia política”.
Ante tantos indicios, el TSE debe redirigir recursos hacia una fiscalización más eficaz, con herramientas tecnológicas que detecten movimientos financieros irregulares. La principal debilidad del sistema es que se fiscaliza, sobre todo, después de las elecciones, cuando ya el daño está hecho. Por ello, la OEA recomendó crear una plataforma digital para reportar en tiempo real ingresos y gastos partidarios, una medida urgente y necesaria. Esta herramienta, que disuadiría de cometer prácticas ilícitas, permitiría a ciudadanos y autoridades acceder a información clara y actualizada y fortalecería la confianza en el proceso electoral.
Lamentablemente, también, muchas reformas han sido sistemáticamente ignoradas. Según el Informe Estado de la Nación 2024, la Asamblea Legislativa ha relegado la modernización del sistema de financiamiento electoral, lo que “abre la posibilidad de que fuentes ligadas a actividades criminales se infiltren en las campañas”.
En tales condiciones de acecho de los grupos criminales es que avanzamos hacia las elecciones dentro de seis meses, lo cual obliga a los ciudadanos a ser más reflexivos en su voto para evitar a toda costa que decisiones públicas lleguen a ser tomadas en función de intereses de organizaciones del crimen y no del bien común.
