
La posibilidad de que se reactive una rápida y peligrosa carrera nuclear entre las grandes potencias, y más allá de ellas, ha asomado de manera inquietante. Su riesgo siempre ha existido, desde las detonaciones en Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto de 1945, respectivamente. Fue enorme durante la Guerra Fría y luego cedió. Sin embargo, ha surgido de nuevo y, si no se aborda con gran responsabilidad, podría generar lamentables consecuencias.
Ya no solo se trata de las veladas y diversas amenazas proferidas por el autócrata ruso, Vladimir Putin, sobre el posible uso de ese tipo de armas como reacción a la asistencia militar occidental tras su invasión a Ucrania, en febrero del 2022. Tampoco nos referimos al constante crecimiento del arsenal chino, hasta ahora relativamente modesto en relación con los de Rusia y Estados Unidos, o a la modernización de todos ellos.
Además, aunque se han incrementado las amenazas por las pruebas de explosivos nucleares y vehículos para transportarlos que continúa realizando la oscurantista y amenazante dictadura de Corea del Norte, en desafío de las Naciones Unidas, su dimensión ha sido relativamente contenida. Tampoco han alcanzado dimensión global los temores por los conflictos entre Pakistán y la India, ambos países con armas nucleares, o las posibilidades de que otros decidan desarrollarlas, impulsados por tensiones o amenazas geopolíticas percibidas.
Todo lo anterior da justificados motivos de gran inquietud para quienes, por principio y razones de supervivencia humana, rechazamos su modernización y acumulación, así como el incremento y perfeccionamiento de su potencia y alcance. Pero lo que ha detonado, más recientemente, las mayores alarmas universales, y con sobrada razón, son los anuncios realizados por Putin y el presidente estadounidense, Donald Trump.
En la penúltima semana de octubre, ataviado con uniforme militar, el primero anunció que Rusia había realizado exitosas pruebas de dos nuevas y temibles máquinas de guerra, ambas propulsadas por energía nuclear. Una, cuyo desarrollo ya se conocía, es un misil crucero capaz de viajar durante 15 horas y recorrer 14.000 kilómetros, y que puede evadir, según dijo, los sistemas defensivos existentes. “Se trata de un producto único que nadie tiene en el mundo”, dijo Putin en referencia al Burevestnik, como ha sido bautizado el misil. La otra es un “supertorpedo” capaz de crear marejadas radioactivas para devastar ciudades costeras.
El desafío fue evidente, y muchos especialistas lo ven como una presión sobre Trump para que rectifique la nueva política de sanciones económicas a Rusia, como represalia por su falta de voluntad para negociar la paz en Ucrania.
La respuesta, sin embargo, ha sido otra. El 29 de octubre, poco antes de llegar a Corea del Sur para su primer encuentro con el presidente chino, Xi Jinping, desde su regreso a la Casa Blanca, Trump anunció que había ordenado al Departamento de Guerra (antes de Defensa) reiniciar las pruebas nucleares. Su mensaje fue extremadamente ambiguo, quizá por ignorancia o por deliberación. Sin embargo, si se toma literalmente, implicaría que, por primera vez desde 1992, Estados Unidos retomaría las pruebas explosivas subterráneas, que la Unión Soviética también cesó entonces, y China, cuatro años después.
Ninguna de las tres potencias ha ratificado el Tratado para la Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (CTBT, por sus siglas en inglés), vigente desde 1996, pero han aplicado sus regulaciones. Sin embargo, como los chinos no son parte del tratado ruso-estadounidense START, que limita la cantidad de ojivas nucleares –y que vence en febrero–, han continuado su producción.
Si las pruebas explosivas fueran reanudadas por Estados Unidos, como insinuó Trump, es muy probable que conduzcan a iguales decisiones por parte de Rusia y China, y lancen al mundo hacia una peligrosa competencia, sin límites posibles.
Hay quienes piensan que, al proclamar su orden, Trump se refería al misil y torpedo rusos de los que se vanaglorió Putin, no a nuevas detonaciones. Sin embargo, lejos de aclarar las dudas, más bien, tanto él como su secretario de Guerra, Pete Hegseth, han asegurado que rusos y chinos sí han realizado pequeñas detonaciones de ensayo a gran profundidad, y que tal cosa justificaría su cambio de postura. Sobre esto no existen evidencias, al menos hasta ahora, y aunque varios especialistas de inteligencia estadounidenses disputan la afirmación, la posibilidad no puede descartarse.
Si a lo anterior añadimos que en las tres potencias existen poderosos sectores que pugnan por incrementar su capacidad y letalidad nuclear, una ruptura del precario statu quo actual resulta posible. De producirse, no solo se abriría un nuevo periodo de peligrosa carrera entre ellas; también estimularía que otros países se sumaran. No es difícil imaginar catastróficas consecuencias.
